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Reseñas sobre narrativa española (2025-24-23-22-21)

  • jesusgomezpi
  • 10 abr 2021
  • 73 Min. de lectura

Actualizado: 4 abr

(las reseñas más recientes se encuentran al final de la página)


Javier Marías, Tomás Nevinson Madrid, Alfaguara, 2021, 688 pp.




La última novela de Javier Marías, Tomás Nevinson (2021) retoma uno de los personajes principales de su novela inmediatamente anterior (Berta Isla, 2018) justo en el momento o poco después de la finalización en el tiempo de los hechos narrados en esa novela. Puede leerse independientemente de Berta Isla pero si se ha leído esta, la lectura de Tomás Nevinson probablemente resulte más satisfactoria, además de que permite comprender ciertas claves y ciertos móviles o modos de actuar de los personajes.

El argumento se centra en una trama que en el grueso de sus páginas (después de las primeras doscientas aproximadamente y hasta el final) adquiere las características de un relato de espías o de una novela policiaca. Eso hace que, junto a una prosa muy fluida y precisa, la novela se lea con mucho interés. Las primeras doscientas páginas -lo que podríamos denominar un extenso “planteamiento”- tienen un ritmo mucho más demorado. Se trata de una prosa igualmente hermosa (Marías ha alcanzado un nivel de escritura literaria difícilmente mejorable) pero más remansada, con abundante digresiones y que quizá a los lectores no habituales del escritor madrileño pueda resultarles un poco más ardua de digerir. No obstante, incluso para estos lectores merece la pena ese pequeño esfuerzo porque en conjunto la novela es extraordinaria desde todos los puntos de vista: el novelista urde un trama muy bien hilada y atractiva, plantea dilemas morales de gran calado, construye personajes variados y caracterizados con gran maestría y, como acabo de apuntar, todo ello mediante un prosa que sin alharacas ni preciosismos vacuos se sitúa entre lo mejor de la escritura literaria no solo de su autor sino del conjunto de la prosa novelística española de las últimas décadas. (Jesús Gómez)



En ella Marías ha logrado en espléndido equilibrio entre las prerrogativas —más bien imperativo— del escritor (por ejemplo la de una prosa sutil, sinuosa, matizada, que propone un devenir para el pensamiento o la demora del ritmo narrativo como argucia de promesa y satisfacción) y los derechos del lector (sin ir más lejos, a la amenidad y a ser removido en sus asentadas convicciones (Domingo Ródenas)


La novela de Javier Marías es un prodigio de pensamiento novelesco, escindido constantemente, o bifurcado, entre la severa reflexión moral y la espada umbría de Damocles de la razón de Estado

A trechos afloran ramalazos de novela gótica, episodios de pesadilla victoriana, como de un híbrido feliz de Stevenson o Conrad, de Hitchcock o de Buñuel.

(César Pérez Gracia)


Son casi 700 densas páginas que, lejos de propiciar caídas puntuales en el tedio, actúan como una telaraña que acaba atrapando al lector: un largo susurro, un larguísimo monólogo interior del que en ningún momento el lector se siente ajeno. Todo lo contrario: es compelido a refutar, confirmar o matizar muchos de los pensamientos que en Tomás Nevinson se abordan (Manuel Rodríguez Rivero)



Javier Cercas, Independencia, Barcelona, Tusquets, 2021, 400 pp.


La última novela de Javier Cercas, retoma el personaje de Melchor Marín, protagonista de Terra Alta (2019) si bien en conjunto esta me parece una novela algo más lograda que la del premio Planeta de 2019.

Plantea una trama de tipo policial en la que el protagonista investiga un caso de extorsión (“sextorsión”) a la alcaldesa de Barcelona; deducimos que en el año 2005 por las referencias temporales que se apuntan El argumento está hilado con bastante acierto y junto a un ritmo de las acciones trepidante hacen que la lectura sea muy fluida y amena. Sorprende asimismo un final que aporta un plus al conjunto de la trama. Hay temas de fondo que salpican esta trama y que más se sugieren que se desarrollan (cuatrocientas páginas seguramente ya no dan para más): la situación de la élites políticas y económicas en la Barcelona y en la Cataluña contemporáneas y la manipulación y demagogia que hay detrás de determinados planteamientos políticos.

Al igual que en otras novelas suyas, Cercas juega con los límites entre la realidad y la ficción e introduce en este relato recursos metaficcionales y autoficcionales muy característicos de toda su obra. En el caso que nos ocupa aparece en varios momentos su propia figura como autor: en la novela el personaje de Melchor Marín (al igual que Don Quijote) descubre que se ha publicado una novela titulada Terra Alta protagonizada por él y escrita por un tal Javier Cercas.

En resumen estamos ante un libro que se lee muy bien porque está construido con mucha solvencia; una obra que sin llegar a ser extraordinaria constituye una aportación muy notable del autor al conjunto de su trayectoria novelística. (Jesús Gómez)



En la novela hay un entramado de personajes y subtramas que la solvencia del autor levanta en todo momento sin ceder al piloto automático (Carlos Zanón)


La última entrega del escritor español es una novela que se afirma en el género thriller político, y que logra emocionar, atrapar y entretener, aun cuando los conflictos sociales que trae a colación resultan duros, urgentes y hasta deprimentes.

Cercas tiende hilos narrativos que luego une convincentemente, gracias a la arquitectura con la cual organiza la novela, que comienza con un macabro relato-testimonio, y en el que nos enteramos de otros dramas sociales que pueblan la narración, como el tráfico humano, la fatídica situación de los inmigrantes, y el costo de la salud mental que implica el trabajo policial (el retrato del sargento Vázquez, con la descripción de un ataque de pánico resulta escalofriante). (Nicolás Poblete Pardo)





Con los personajes justos, Carrasco configura una trama sólida y concentrada: Juan regresa desde Edimburgo al pueblo manchego de Cruces para asistir al entierro de su padre, donde su hermana Isabel, que vive en Barcelona, le reprocha su desatención e indiferencia por los ancianos. Lo que activa la peripecia es la noticia de que la madre padece Alzheimer y es Juan quien debe ocuparse de ella, puesto que Isabel ha de trasladarse a Estados Unidos por imperativo profesional. Esa bomba estalla a cámara lenta en la mente de Juan, que con dificultad ha asimilado el cambio radical que se avecina en su vida, en la que reencuentra al amigo remoto, Fermín, y a Germán, la mano derecha de su padre en la carpintería.


Con serena credibilidad, el relato avanza alimentado de las gigantescas minucias del día a día, de la tristeza sin énfasis del deterioro de la madre, de la asunción a regañadientes de una responsabilidad filial que Juan no tiene más remedio que aceptar. Este es un proceso que culmina en una fractura íntima con algo de catarsis y de rendición. A Juan no lo habían adiestrado en el amor ni en el afecto, sentimientos que en las familias pobres circulaban en niveles freáticos porque lo importante eran los hechos (el jornal, el plato en la mesa, acudir a la escuela, visitar al médico). Su torpe gestión de las emociones y su egoísmo inmaduro contrasta con el proyecto de Isabel, una superwoman como tantas que lleva adelante su brillante carrera de científica, su matrimonio con Andreu, su doble maternidad y el cuidado de sus padres. De esa indigencia lo arranca su madre con su desamparo y su deseo de volver a casa, la de su niñez remota, cuando él no existía, una niñez cada vez más resplandeciente en una memoria que anochece. Carrasco lleva tensas las bridas de su estilo para frenar preciosismos y no desbocar la ternura ni la melancolía ni la congoja ante lo irreversible, pero esa misma tensión es la que enaltece su escritura, la libra de chantajes sentimentales y eleva su novela a las alturas donde se mueven las obras de arte. (Domingo Ródenas de Moya)


Se trata de una novela escrita con las palabras justas. Muy bien hilvanada y con personajes muy matizados. Late la vida en todo momento y desprende un aroma de autenticidad. (Jesús Gómez)



Parte de la eficacia indudable de esta novela estriba en ceñirse a la intimidad de la narradora, dejando en la penumbra a quienes la rodean. Esa concentración en el relato autobiográfico explica que se alternen los capítulos en los que se despliega la historia con otros en los que conviven las reflexiones de la narradora, a veces de índole metaficcional, con una taracea de sus obsesivas lecturas (embarazo, monstruosidad, aborto…). Aunque en estos capítulos parentéticos pueden espigarse bastantes claves de lectura, no siempre desempeñan una función significativa clara. Así, cuando se pregunta con toda pertinencia por qué hacer público lo privado, la respuesta que se da a sí misma (hay experiencias “que trascienden la primera persona”) sabe a poco teniendo en cuenta que en ella radica la legitimación del relato autobiográfico. Ese propósito altruista queda reflejado en la sustitución de los nombres propios de la pareja y la amiga de la infancia que la acoge en Bruselas por letras: A y B.

Con todo, la acción de compartir el trauma corporal y psicológico de un aborto tan irremediable como indeseado implica también un acto íntimo: el exorcismo del dolor y la angustia. Porque es una purga necesaria para afrontar la propia reconstrucción y es esta finalidad catártica y depurativa la que, en último término, sustenta la coherencia de Leña menuda, a la que —lo diré en voz baja— le hubiera beneficiado algo de lima en la prosa. (Domingo Ródenas de Moya)


El sonido de disparos en las calles aledañas a su hotel espolea la curiosidad de Martín Garret, un joven ingeniero de minas español que trabaja en México. Desoyendo la prudencia, baja a las calles y termina ayudando a los revolucionarios a conseguir uno de sus primeros objetivos: robar las quince mil monedas de oro del Banco de Ciudad Juarez. Tras el golpe y junto a Genovevo Garza, fiel ayudante de Francisco Villa, Garret se convierte en uno más de los revolucionarios que luchan sin cuartel para acabar con la dictadura de Porfirio Díaz. Revolución, de Arturo Pérez-Reverte, es una novela sobre la revolución mexicana, una de las primeras del siglo XX. El despotismo y la tiranía de Porfirio Díaz, unió a Emiliano Zapata, Pascual Orozco y a Francisco Villa en una revuelta que terminó con la renuncia de Díaz y la convocatoria de las primeras elecciones en el país. Martín Garret es un observador de los acontecimientos y tiene muchos elementos autobiográficos del autor, que ha reconocido en una entrevista al diario “El Confidencial”, que la escena en la que Garret apoya la cabeza en la pared porque piensa que le van a disparar, está basada en una experiencia propia vivida en Nicaragua en el año 1978. Hay varias cosas que me han llamado la atención del libro: la primera, el vocabulario que el autor utiliza para los diálogos: expresiones mexicanas adaptadas a la clase social del personaje; algo que aporta mucho realismo a la lectura. La segunda, la importancia de los personajes femeninos. Destacan las soldaderas, mujeres que seguían a sus hombres cargadas con sus escasas posesiones, armas e incluso sus hijos, si los tenían. Eran ellas las que los atendían y alimentaban cuando terminaban los combates y si era necesario, también disparaban sin miramiento alguno. También hay otra mujer muy relevante en la novela: Diana Palmer. Una periodista inspirada en Nellie Bly, que llega a México para mandar crónicas del conflicto al diario estadounidense para el que trabaja. Sin importarle el riesgo, se une a las tropas de Villa para informar desde la primera línea de fuego. El libro refleja la violencia de la revolución y también su condena al fracaso porque, a pesar de que lucharon con uñas y dientes para ganarla, los líderes revolucionarios, analfabetos en su mayoría, no estaban preparados para dirigir un país y menos aún para negociar con su poderoso vecino del norte: Estados Unidos. En cualquier caso, sí lograron mejoras para los humildes campesinos y fueron la inspiración para futuros movimientos revolucionarios en América Latina. La parte histórica de la novela es una maravilla, pero no lo es menos la compleja metamorfosis de Garret; un joven, convertido motu propio en un guerrillero, que en medio de la guerra descubrió las reglas ocultas del universo que determinan el amor, la lealtad, la muerte y la vida. Una novela brillante que rinde homenaje a los hombres y mujeres que lograron derrocar a un dictador y que, con el tiempo, lograron que cambiaran las estructuras políticas y sociales del país. (Ana García, 4 de noviembre de 2022)




Estoy de acuerdo con la crítica de Alberto Olmos que transcribo a continuación. Para quien no conozca a este autor es muy recomendable que lea Los asquerosos . Esta última novela es bastante más floja desde mi punto de vita pese a algunas críticas que la han puesto por las nubes (Jesús Gómez)


El éxito de 'Los asquerosos' (200.000 ejemplares vendidos, dice su editorial) fue sorprendente porque la novela, siendo estupenda, llevaba también una carga lingüística poco común en los libros comerciales. Lorenzo, según noté con placer y envidia, dominaba la lengua española por sus confines más infrecuentes, nombraba cosas del campo que ya ni la gente del campo sabe cómo se llaman, y mostraba una creatividad verbal que suele ser la adecuada para que nadie te lea.

Ahora, con 'Tostonazo', una novela en cierta medida decepcionante, ese estilo sigue en pie y es, de hecho, lo más interesante del libro. Cómo Santiago Lorenzo inventa su propia lengua, juega con las expresiones y parece reciclar la literatura española más olvidada de todas, que es la del franquismo.

Ya Umbral decía, cuando decir estas cosas no era tan peligroso como ahora, que sus columnistas de referencia eran todos falangistas, porque, qué se le iba a hacer, eran los que a su juicio escribían mejor. Investigando sobre Lorenzo hace algún tiempo, encontré un listado de sus libros favoritos, y me dio la clave (o quise que me la diera) de ese estilo suyo tan reconocible, ajeno a modas y españolísimo.

En su listado para Librotea, amén de ciertos libros exquisitos como 'En busca del Barón Corvo', de A.J.A. Symmons, nuestro autor citaba a Dionisio Ridruejo, su 'Castilla la Vieja'. Ahí entendía uno, por fin, cómo podía Santiago Lorenzo nombrar las cosas del campo con tanta puntería y sabor: porque había leído a estos señores olvidados.

La escritura en español, que es lo que digo que a usted le da igual, tiene dos extremos retóricos, uno que se pretende moderno y otro que se adscribe a una tradición. El primero es fácilmente detectable por muchas cosas, pero una bastante simpática es el abuso de la prefijación. Así, encontraremos en los imitadores de David Foster Wallace muchos adjetivos aderezados con pos- proto- o hetero-. La prosa tradicionalota española, sin embargo, se inclina por la sufijación, y así hallamos en 'Tostonazo' (desde el propio título) un montón de palabras alargadas innecesariamente por su sílaba final a efectos de crear una cierta música del idioma. Leemos: "eurines", "moneditas", "redondotas", "filmoide", "hostiecitas", "turrandraca", "coparras"…

Ya el comienzo del libro es muy de la España que no existe: "Yo soy de enero de 1993, y de Madrid", cuando obviamente un chaval nacido en los años noventa diría que nació en enero del 93, y no que 'es' de enero del 93. Por ahí vamos viendo cómo este estilo, por lo demás, encantador, de Lorenzo se acomoda malamente al personaje que ha creado. Es una juventud que habla como se hablaba en los años cuarenta, amigos.

Así, expresiones tan logradas como: "El hombre llevaba encima bastante sorbo" o: "Me estaba duchando por dentro a base de orujo" (y el orujo mismo como bebida), no parecen muy probables en alguien nacido después de los Juegos Olímpicos de Barcelona. También hay aliteraciones felices: "Por donde me llevaba el tintineo de mis zapatitos contentos", y alguna greguería: "El cero es la hache de las cifras", muy de otras épocas literarias.

'Tostonazo' tiene una primera parte dedicada justamente a los "tejemanejes" del mundo del cine, y una segunda donde el protagonista cuida de su tío anciano, fácilmente asimilable con un votante de Vox. El final de 'Los asquerosos', donde se dedicaban decenas de páginas a criticar a una familia de urbanitas que visitaba el agro, es un poco el tono general de 'Tostonazo'. Es la catilinaria o filípica lo que mueve muchas veces la pluma de Lorenzo, ese tomar un tipo humano y darle para el pelo, criticando su carácter o comentando sus barrabasadas.

En la parte del cine, que es la más entretenida y donde se aprende alguna cosa de ese oficio, se trata del productor Sixto, un personaje berlanguiano que arruina un rodaje con sus imposiciones caprichosas. En la otra, como decimos, es el tío, que ahora mismo no recuerdo cómo se llama.

Así, la novela es como un díptico imprecativo, donde, entre cositas anecdóticas, se pone a parir a dos personajes no tan interesantes: el productor zumbado y el cuñado canónico.

Con eso de que 'Tostonazo' es "una novela luminosa" no sé qué ha querido decir la editorial en su contraportada, la verdad. Es una novela que se lee con gusto porque el autor escribe muy bien, con ese tempo humilde tan adictivo; pero argumentalmente la he visto muy desmigajada. (Alberto Olmos)




La novela se centra en el relato de unos meses de la vida de los tres personajes (tres mujeres). Hay retrocesos temporales para conocer su pasado y el origen de su situación actual. Muy bien trabajados todos los personajes. Muy bien descrito el proceso psicológico de Oliva y de su maltrato. Descripción acertada y precisa de las circunstancias difíciles que los rodean, sin tintes dramáticos. La prosa es potente, tiene ritmo, ramalazos líricos y a la vez cierta sobriedad. En conjunto la novela es excelente. (Jesús Gómez)


Esta novela nos pone frente a frente con las duras existencias de tres mujeres que confluyen en un edificio del centro de Madrid. Sus vidas representan los oscuros recovecos de una realidad muchas veces oculta entre el bullicio de la gran ciudad. La nueva novela de Lara Moreno se titula y define por el espacio en que tiene lugar. Es una novela de Madrid, del centro de la ciudad gentrificado en el que unos viven y otros acuden a trabajar. En uno de sus edificios de viviendas viven Oliva y su hija, trabaja Damaris y hace ambas cosas furtivamente Horía... Sus existencias, extrañamente paralelas, sutilmente entrelazadas, sustancian esta historia contemporánea, dura, reveladora, llena de verdad que todos conocemos peros sigue sin contarse demasiado.

Oliva, profesional, separada del padre de su hija, vive en pareja con Max. Es una relación llena de pasión, una pasión que hace que le cueste percibir que está entrando en una espiral destructiva en la que progresivamente la hunde el comportamiento de Max. En un piso cercano trabaja Damaris, migrante procedente de Colombia, marcada por la tragedia, sobreexplotada por sus amables empleadores. En la portería, Horía, huida de su trabajo en los invernaderos del sur, se esconde, espera a su hijo huido, trabaja en la oscuridad por lo mínimo para sobrevivir. Las tres son muy diferentes, pero las tres son madres dispuestas a todo por sus hijos, y se enfrentan a las grandes opresiones que en nuestra época siguen reservando un mayor espacio para las mujeres: el maltrato y la explotación.

Esta excepcional novela nos las muestra intentando sobrevivir, a veces en momentos de negación o resignación, otras en momentos de rebeldía en los que luchan por salir a flote. La autora refleja con mucha habilidad cómo todo el dolor de Oliva, Damaris y Horía parece fluir como una corriente subterránea, una realidad que contrasta con una superficie, unas palabras que parecen mero engaño. Cómo las primeras engañadas son ellas, al creer que Max cambiará, que los señores de verdad se preocupan por ella, que en los invernaderos hay un futuro mejor... al leer esta novela, en tercera persona, vamos navegando entre los puntos de vista de las tres, entre una apariencia objetiva y un desgarro de tono casi poético.

"La ciudad" es una historia de violencias silenciosas o silenciadas, ocultadas por las palabras o directamente negadas. Sus protagonistas viven vidas que sabemos que son reflejos nada lejanos de la realidad, que podrían tener muchos nombres y apellidos auténticos en lugar de los suyos. El relato de estos avatares parecería prestarse a un estilo narrativo lleno de intensidad verbal, en carne viva, pero Lara Moreno hace una elección muy diferente, y acertada: el tono general es austero y sobrio, casi periodístico, sin ser frío. Los grandes estallidos emotivos son raros y se dan en momentos clave que los piden. Paradójicamente, esto hace que la novela se lea, por momentos, con la ansiedad de una historia de suspense, con sus elipsis que desnudan la historia de artificios y dejan a quien la lee solo con las preguntas por los porqués. Si hay una palabra con la que definiría esta historia es "inquietante". Recomiendo su lectura, sin dudarlo, y en especial a las personas que creen que la novela ha de ser un espejo de la vida. Esta lo es, a la par que escrita con vigor y rigor literario.






La novela de Cristina Araújo huye de cualquier tópico. Lleva a cabo una construcción muy acertada y equilibrada de todos los personajes y de sus profundas motivaciones para actuar tal como lo hacen. El ritmo de las acciones y el despliegue del argumento hacen que el lector la lea con ganas de continuar hasta el final y de conocer todos los extremos de la historia. En definitiva, una novela muy bien escrita y recomendable para cualquier lector, dotada de un profundo sentido moral y ético y que en ningún momento cae en el adoctrinamiento o moralina de brocha gorda. (Jesús Gómez)


La brutal violación de una chica por un grupo conocido como La Manada en los sanfermines de2016 tuvo inmediato reflejo literario. En 2019, Jordi Casanovas hizo en Jauría un revulsivo reportaje teatral que compaginaba documento y vanguardismo expresionista. El dramaturgo se centraba con altísima tensión dramática en “Ella” y en el juicio a los cinco violadores. El mismo episodio toma como referencia Cristina Araújo Gámir (Madrid, 1980) para el desarrollo anecdótico de Mira a esa chica. Tan es así que también aparece el término manada, aunque solo una vez y con sentido genérico. Pero Araújo no ocupa su historia solo con el núcleo judicial sino que la envuelve con una amplia trama narrativa que abarca a los cuatro violadores y a la víctima, Miriam. El conjunto, además, se inserta en la exploración de la personalidad de los protagonistas y en el testimonio colectivo. Este planteamiento panorámico requiere algo que la autora practica con detalle, la indagación psicologista. No se trata, sin embargo, de un complemento de la anécdota, sino de una materia destacada muy oportuna. Miriam está traumatizada por su físico, por el complejo de gorda. Es víctima de un deseo de agradar que le lleva a actitudes imprudentes, las cuales le producirán remordimientos tras la violencia sufrida. También sirve para abordar los conflictos de la adolescencia vulnerable, sobre todo las pulsiones sentimentales y eróticas. En suma, Araújo construye un buen personaje, laberíntico, y evita el tipo maniqueo que podría ser útil para sostener una tesis. Sus tormentos íntimos tienen auténtica densidad humana, que alcanzan tonos conmovedores. El retrato se amplía también hasta una imagen genérica de problemas de adolescencia mediante la peña de compañeras de estudios. Y se expande hasta inquietantes apuntes sobre la familia. Suficiente profundidad psicológica marca también a los violadores. No solo aparecen mostrando un machismo zoológico. Vemos a unos tipos taimados, inmaduros, chulescos y cobardes. Sus rasgos mentales y morales sustentan la verdad literaria de su tropelía. Esta dimensión intimista se hermana con un documento colectivo. Por la nove la desfilan las actitudes públicas sobre la chica y sobre sus agresores. De ello resulta un testimonio social implacable. Esta dimensión crítica señala sin reservas la desigualdad sangrante en la consideración de la mujer y reúne los rasgos y objetivos de la literatura de denuncia. De nuevo la autora maneja esta vertiente dela novela con eficacia, sin caer en el alegato simplificador. Porque en todo momento Araújo es consciente de la obligatoriedad de darle a su asunto un tratamiento literario. De acuerdo con esta exigencia, la recreación de una canallada se lleva a cabo mediante una voluntad de forma y de estilo. Araújo muestra mucho cuidado en la arquitectura del relato, que, en esencia, consiste en la alternancia de dos voces narrativas; una, la de la propia protagonista expresada en una segunda persona de autoanálisis y autorreproche; otra, la de un narrador en tercera persona que domina el conjunto de la acción y de los sucesos y permite que el drama avance a buen ritmo. A esta construcción algo tradicional le da un aire moderno recurriendo en algunos pasajes a un moderado vanguardismo. Consigue Araújo con esta alerta creativa una polifonía de voces que le dan dimensión artística a una salvajada. Y ello con el logrado objetivo de que el lector no salga indemne: la cruel historia le apremia a reflexionar sobre cuál habría sido su actitud ante un caso semejante.

SANTOS SANZ VILLANUEVA





Santander, 1936 es una novela de personaje cuyo foco se pone en un joven, Álvaro Pombo Celler, tío carnal del propio autor, con especial atención a sus andanzas, a los 17 años, a lo largo de 1936 y hasta su asesinato a finales de esta fecha.

El análisis del personaje remite a un paradigma narrativo bien conocido: se trata de un relato de formación política y sentimental. En síntesis, Álvaro encarna los impulsos morales, intelectuales e ideológicos que llevan a un muchacho apocado y a la vez audaz a hacer suya la mística violenta y poética joseantoniana y a afiliarse a Falange Española en 1934, poco después de la fundación del partido fascista.

Al mismo tiempo tenemos una novela familiar. Pombo dedica minuciosa atención al entorno de Álvaro. La parte del león se la lleva el padre del chico, Cayo Pombo Ibarra, y se complementa con referencias a la madre separada, que hace vida por libre en Francia, con alusiones al hermano, ajeno a las vicisitudes de sus parientes, con noticias del tío paterno monárquico y con apuntes sobre las personas del servicio doméstico, integradas en el círculo de la familia.

(…) La estampa recoge un buen número de hechos significativos: la agitación social propiciada por el nuevo tiempo; la violencia de los enfrentamientos entre izquierda y fascistas; la quiebra de antiguas relaciones (Álvaro y el Tote, su amigo de infancia) y el impacto de la enrevesada situación en la vida común (el odio al señorito del novio de la criada, Elena).

Sobre todas estas cuestiones sobresale el gran conflicto ideológico del momento, incrustado en el núcleo familiar: el desentendimiento político de padre e hijo. El republicano Cayo, seguidor de Azaña, aprecia las novedades sociales y culturales traídas por el régimen que ha clausurado la monarquía. Álvaro milita, como he dicho, en la Falange. Sendas posturas antitéticas parecen llamar a un relato maniqueo, de irreconciliable resolución. El gran acierto de Pombo está en plantear la disparidad de forma dialéctica, como un debate, con un desarrollo reflexivo que no tiene miedo de llevar la narración a lo discursivo.


(…) El retrato íntimo de ambos es magistral. Pombo distribuye las dosis exactas de cariño, ternura, comprensión, desvalimiento, dolor por la enfermedad y desconsuelo por la muerte para crear dos personajes de extraordinaria densidad y hondura, de esos que siguen acompañando al lector cuando ha terminado la trágica peripecia argumental.

Esta capacidad para indagar en las conciencias es uno de los grandes méritos de Santander, 1936. Todo está supeditado al panorama histórico, pero los personajes resultan decisivos para sustentarlo con verdad humana. Pombo los muestra con un admirable despliegue de matices psicológicos. Delicadísima es la relación entre Álvaro y Elena, base de una entrañable historia de amor. Las reacciones del novio de Elena y del Tote penetran en el conflicto de clase. Observación moral profunda revela la afinidad de Álvaro con Wences, el maestro con quien comparte desventura en el buque-prisión republicano. La excéntrica madre de Álvaro condensa un tipo representativo de ciertas actitudes de época. La agudeza en el retrato alcanza a figuras complementarias, como el chófer de Cayo.

Este variado despliegue de almas le proporciona al libro la enjundia humana sobre la que se levanta una vivaz novela histórica. Pombo hace que discurran por ella personas zarandeadas por un vendaval político, por una revolución en curso y aún sin decidir entre sus extremos incompatibles. Esos destinos inciertos se inscriben en una sólida trama realista, bien sea por recuerdos familiares juveniles del propio Pombo, bien por la amplia y atinada documentación que maneja. Pero sobre el pasado actúa desde el presente un narrador implicado que valora los sucesos sin ocultarlo.

En última instancia, el octogenario Pombo viaja al ayer, el de su clase social y de la historia, y consigue, con brío de plenitud creativa, sin concesiones al jugueteo narrativo en que ha incurrido en ocasiones, que esta novela de la memoria tan intelectual como emotiva sea una de sus obras capitales.

(Santos Sanz Villanueva)






Dos jóvenes exaltados, Asier y Joseba, se marchan en 2011 al sur de Francia con la intención de convertirse en militantes de ETA. Esperan instrucciones en una granja de pollos, acogidos por una pareja francesa con la que apenas se entienden. Allí se enteran de que la banda ha anunciado el cese de la actividad armada. Abandonados a su suerte, sin dinero, sin experiencia ni armas, deciden continuar la lucha por su cuenta, fundando una organización propia, en la que uno asumirá el papel de jefe y disciplinado ideólogo, y el otro el de subalterno más relajado. El contraste entre el afán de gestas y las peripecias más ridículas, bajo una lluvia pertinaz, va llevando la historia hacia una especie de drama cómico. Hasta que conocen a una joven que les propone un plan.

Esta nueva novela de Fernando Aramburu nos arrastra, de una manera agilísima y sorprendente, por una peripecia inesperada con un desenlace magistral. Contada con un humor permanente, cáustica, veloz, escrita con frases cuya brevedad es un auténtico virtuosismo, Hijos de la fábula vuelve a demostrarnos que Fernando Aramburu pertenece a la estirpe de los grandes escritores, los que nos cuentan historias como nadie es capaz de contar.






Excelente novela. Reconstrucción minuciosa de la sociedad madrileña entre 1939 y 1945 (opositores al franquismo; profesores depurados; tejemanejes políticos entre las distintas familias del régimen, personajes de la vida cotidiana, el estraperlo, los policías de la Brigada político-social...). La novela se estructura en secuencias breves que forman cinco partes (libros) según una distribución temporal (noviembre 1939 a junio de 1940, etc.). La construcción de personajes y la documentación manejada para reflejar y reconstruir en la novela con gran detalle lugares, acontecimientos, costumbres, etc. son otros de sus grandes méritos entre los muchos que tiene esta novela. Se transcribe a continuación algunos párrafos de la reseña sobre la misma de Rafael Ruiz y otra de Alberto Olmos

Jesús Gómez



Ignacio Martínez de Pisón (1960) ha escrito una buena novela sobre la primera posguerra, esos años de 1939 a 1945 que corresponden a la España más negra, los momentos más duros del pasado siglo. El escritor zaragozano, residente en Barcelona desde su juventud, retrata con un realismo clásico aderezado por una mirada de dulzura y comprensión esa miseria de posguerra, en la que la vida se ha convertido en una lucha por la supervivencia. Como en otros textos (en el recuerdo tenemos obras como "Fin de temporada", "La buena reputación", "El día de mañana" o "Derecho natural"), sabe ser claro y emotivo a un tiempo. No descuida detalles en lo que quiere contar, porque es narrador minucioso y bien informado. En ese aspecto, "Castillos de fuego" tiene un gran interés histórico, casi antropológico, pues detalla con sabia mirada cada pequeño detalle de los usos y costumbres de la época. Ha trabajado muy bien la psicología y comportamiento de los personajes para que no traicionen la mentalidad del periodo histórico que se recrea. Eso honra al escritor, pues estamos demasiado acostumbrados a textos revisionistas que no tienen en cuenta la más mínima perspectiva histórica. En "Castillos de fuego" nos encontramos con la situación contraria, pues una de las fortalezas del texto es su poder de ambientación y respeto a una época.

El libro tiene muchas virtudes pedagógicas, por ese interés histórico que despierta y su capacidad para evocar unos años con vivos detalles y sin caer en demagogias partidistas. Por ello le veo posibilidades de ser recomendado como lectura en instituto. Sería una buena forma de mostrar valores a los jóvenes en la recreación de la España más negra que aquí se realiza. La novela tiene un carácter coral, con una nómina de personajes protagonistas muy extensa, cuyas vidas se entrecruzan de manera constante y sin que quepa separación por capítulos en una estructura que nos puede recordar a ese monumento literario que fue "La colmena", de Camilo José Cela.

"Castillos de fuego" se suma además a la lista de los grandes libros de Madrid, pues sus páginas contienen una devoción a la ciudad, y sus calles y plazas inundan cada pasaje de la narración. Con la novela el lector conocerá los modos de actuación de Falange, y cómo el gobierno de Franco cometerá una campaña de depuración una vez acabada la guerra. El lector asiste al proceso de instalación del Régimen, así como la reorganización del Partido Comunista en el territorio y su persecución constante.

Si ya habíamos podido disfrutar de buenas narraciones ambientadas en la época de la mano de Ignacio Martínez de Pisón (recuerden Filek, novela sobre el químico austriaco que mantuvo la quimera de una nueva energía en los comienzos del Régimen), con "Castillos de fuego" da un paso más en la exploración de nuestra historia, por la humanidad de las historias que cuenta y su capacidad narrativa.

Rafael Ruiz Pleguezuelos




Una cosa que he pensado del franquismo, después de transitar las setecientas páginas que Ignacio Martínez de Pisón le dedica solo a los primeros cinco años de expansión del régimen, es que resulta más fácil entender el franquismo que entender vivir en el franquismo. Nosotros manejamos hoy un juguete cerrado, unas conclusiones incluso pueriles (Franco, malo; ergo yo, héroe), y vemos aquel periodo espantoso por sus costuras finales y su disolución a nuestro favor. Hemos llegado a la historia justo a tiempo para entender el franquismo de un vistazo.

En Castillos de fuego (Seix Barral), la extraordinaria novela que nos regala este febrero Ignacio Martínez de Pisón, esto se ve muy bien. O sea, se ve muy bien cómo los ciudadanos que viven bajo un sistema autoritario naufragan en la filosofía de los finales. Es el final del sistema, en tanto utopía, el que lo mantiene vivo y lo alarga. Es la necesidad de pensar la dictadura por el sueño de su disolución la que hace que no acaben nunca. Al franquismo ya lo daban por muerto en 1942, como al Real Madrid cada año en la liguilla de la Champions.

Inclinados a ser normales, no revolucionarios

Solo es uno de sus innumerables méritos, pero Castillos de fuego genera una ternura inolvidable a lo largo de su millón de palabras al mostrarnos a unos personajes perdidos en el laberinto autoritario. Hay que esconderse, pelear, sobrevivir, porque esto acabará algún día. "Franco tiene los días contados. Los yanquis se han tomado en serio lo de liberar Europa del fascismo y no lo van a dejar a medio hacer". Después de derrotar a Hitler, Estados Unidos vendrá a por Franco, es el cálculo inocente de los inconformes. Como quien hace cola en una taquilla sin saber que ya no quedan entradas.

"Los escaparates estaban ya iluminados, lo que le transmitió una tranquilizadora sensación de orden: al fin y al cabo, las cosas funcionaban", leemos. Siempre es por ahí por donde empieza a verse que una dictadura va a prolongarse mucho tiempo: las cosas funcionan. Una dictadura con electricidad tiene futuro, porque la gente se acostumbra a no votar, pero nunca a estar oscuras. La vida diaria es menos política de lo que ahora mismo pensamos (o nos han hecho pensar); la vida diaria son cuatro cosas básicas a partir de las cuales todo es tolerable. Estamos fatalmente inclinados a ser normales, no a ser revolucionarios.

Eso le sucede a Cristina, el fabuloso personaje creado por el autor, hermana de un fusilado por Franco, y de otro perseguido por el régimen y que ha acabado (este hermano vivo) en el maquis. Cristina echa una mano a la revolución, pero de pronto se cansa: "¿Algún día vendrán los rusos a liberarnos? Ya me da lo mismo que manden unos o manden otros. Yo solo quiero vivir. Ser una persona corriente y llevar una vida corriente. ¿Es mucho pedir? Quiero hacer las cosas que hace la gente normal.

¿Por qué se asienta y alarga una dictadura? Porque la gente no quiere hacer Historia (derrocar un régimen), sino hacer lo cotidiano, es la épica de las cosas vulgares y bonitas la que mueve la vida. Así, si la resistencia a Franco hubiera conseguido que la gente no pudiera beber vino, pasear con la novia de la mano por un parque o jugar al mus en el bar, se acababa la dictadura en dos meses.

Martínez de Pisón va diseminando por la novela las numerosas obras, reformas y edificaciones que el régimen acometió en la capital de España, desde la finalización de Nuevos Ministerios en 1942 a la apertura de la cárcel de Carabanchel en 1944. Castillos de fuego, minuciosamente documentada, recrea con precisión un Madrid de miseria y tiendas de moda, de espías y hambre, pintado desde Tetuán de las Victorias a Usera, pasando, casi calle a calle, por la vida de toda la ciudad.

Autor invisible

Es, en ese sentido, una obra galdosiana, que se sitúa también a medio camino entre Almudena Grandes y Pérez-Reverte. Con la primera, coincidiría en las pequeñas historias, no pocas de amor y sentimiento, y con Reverte en el conocimiento preciso de los nombres de las cosas, desde los útiles de una carpintería a la impedimenta militar.

Pero lo que diferencia Castillos de fuego de Inés y la alegría o de Línea de fuego es el tono, de una neutralidad casi entomológica. Frase sencilla, cada frase una información, el autor no existe, es invisible y todo lo sabe, no él, sino la gramática.

Llevamos un comienzo de año con muchas novelas españolas publicadas, y no pocas firmadas por autores relevantes o conocidos o valiosos. Castillos de fuego está, por decirlo con prudencia, a años luz de todas las demás novelas que han llegado a las librerías en 2023. Por ambición, por técnica, por emoción, por trabajo. Lo normal es que acabe en película o serie, así que léanla cuanto antes.


Alberto Olmos








Una novela de 2021 que merece la pena leer



El lunes nos querrán de Najat El Hachmi que le valió para ganar el prestigioso Premio Nadal 2021 es una novela que la autora dedica a “Las valientes que se salieron del camino recto para ser libres. Aunque doliera” y tras leerlo quería empezar por ahí, porque esta novela aúna eso la libertad y la valentía que creo que Najat ha tenido para escribir esta historia.


Estamos a finales de los años noventa en un barrio de la periferia barcelonés donde la hija de Muh escribe miles de listas de tareas y objetivos que se plantea y que piensa que cada lunes puede ser un buen día para iniciar su propósito de convertirse en aquello que los demás quieren que sea. Esta joven estudiosa no acaba de contentar a su familia, hija de unos inmigrantes marroquíes se está convirtiendo en una mujer y no puede alejarse del camino impuesto por una sociedad machista. Un día conoce a una joven como ella que también vive en su barrio, pero con muchas más libertades que ella, no tiene esas ataduras culturales ni religiosas que en su casa son tan importantes y firmes.


«El lunes nos querrán» es una historia de ficción pero que mucho me temo se acerca a la realidad de muchas jóvenes que tuvieron que vivir lo aquí narrado en sus propias carnes. Esa falta de libertad para escoger unos estudios, un trabajo, un marido o con quien poder tomarse un café. Una sociedad machista y retrógrada que vino a nuestro país pero que no cambió sus costumbres ni intentaron adaptarse a nuestra cultura. Pero en esta historia hay mucho más, las protagonistas quieren ser mujeres occidentales, no quieren ser sumisas como lo fueron sus madres, quieren luchar por salir de su entorno, pero no lo van a tener fácil porque esta huida no las va a dejar indiferentes, esta huida les afectará mucho más de lo imaginado.

Najat ha escogido una voz narrativa en segunda persona, nada habitual en la literatura. Nuestra protagonista, cuyo nombre no conoceremos hasta el final del libro, le cuenta a su amiga a través de una carta esas vivencias de su etapa juvenil, una forma atrevida y valiente de contar que, a mí, personalmente, me ha parecido acertada y me ha hecho empatizar mucho con ellas.


«El lunes nos querrán» es un relato de la importancia que las mujeres sean protagonistas de su vida y que mejor momento para escribir esta opinión que hoy, 8-M, un grito a todas esas injusticias que estuvieron y están presentes en nuestro día a día. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. En el caso de la sociedad marroquí tal y como se refleja en esta historia está mucho más patente entre hermanos y hermanas, no hace falta salir de casa para comprobarlo.

«El lunes nos querrán» es una novela de opresión, cosificación femenina, racismo donde la religión y la dignidad cobran un papel importante, donde la libertad acaba en el mismo hogar donde el machismo es el punto de salida a todas las decisiones que se toman. Pero también es una novela valiente, con un potente mensaje. Una magnifico retrato de dos jóvenes que lucharon contracorriente para poder ser libres, para poder escoger la vida que querían, para poder ser las protagonistas de su vida.







La vuelta a la novela de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) se asienta en un esquema tradicional que conjuga una historia y sus personajes. En Vagalume, un escritor, César, asiste al entierro de otro escritor, Manolo Castro, quien fue, en la juventud de César, su maestro en el periodismo, la literatura y hasta en la vida. Nunca perdieron una estrecha relación amistosa y el fallecimiento impulsa un intenso ejercicio rememorativo solventado en un relato en primera persona.

Los recuerdos toman pronto una deriva particular, el análisis de una personalidad enigmática. Una desconocida le deja a César en el hotel un ejemplar de una antigua novela de Castro que la censura prohibió y guillotinó en la imprenta. Nuevos descubrimientos añaden incógnitas al personaje.

El relato, al detenerse en esos hechos, se configura como una narración de suspense, sostenida a lo largo de todo el libro, acrecentada con multiplicados enredos y mantenida con tensión algo folletinesca hasta las mismísimas páginas finales.

Pero no se trata de una simple novela de misterios y sospechas, a pesar de su enorme peso. La expectación está al servicio de intereses de mayor vuelo. La anécdota global pivota sobre una afirmación repetida: todos tenemos tres vidas, la pública, la privada y la secreta. En este último arcano de la personalidad se centra Julio Llamazares. Aunque no de forma abstracta sino a partir de un dato concreto de Manolo Castro: alguien tan bien dotado renunció para siempre a volver a escribir.

Pero lo incumplió en esa tercera vida. Con nocturnidad, encerrado en su despacho, como una luz que vaga, esa “vagalume” que utiliza de apodo, escribió sin descanso e hizo un buen número de obras que escondió a todo el mundo, incluida su familia. Y las guardó aunque no le habría sido difícil encontrar editor. La trama despeja la recóndita razón, que no debo detallar, de ese raro proceder.


La anécdota puede parecer algo rebuscada, pero no estamos ante un caso insólito de autor que se autosilencia. Habrá tenido Llamazares en mente a Mario Lacruz, editor de sus primeras novelas, muy considerable novelista que dejó un armario con obras inéditas desconocidas.

Esta presunta base vivencial se intensifica, por otra parte, en Vagalume al recrear como marco una ciudad mortecina y decadente no nombrada, pero sin duda trasunto del León de la juventud del propio autor. Todo ello funciona como un soporte de experiencias que favorece la autenticidad del tema. Que es, dicho ya en corto, la pasión de escribir, abordada de forma un tanto especulativa.

Llamazares transforma la intriga en trampolín para la reflexión sobre el peso de la memoria y las ilusiones

La anécdota —por qué Castro escribe en secreto— se convierte en leitmotiv de la novela a partir de una impronta autobiográfica. Por medio de Castro, Llamazares habla de sí mismo y de la peculiaridad de dedicar la vida a algo tan raro como el oficio de escribir. No disipa el misterio pero queda claro que se trata de una fuerza ineludible, casi una especie de destino. Esa querencia, por otro lado, no la sacraliza pues la limita a ser una luciérnaga en la noche que busca iluminar con su luz el sentido de la vida.

Julio Llamazares transforma la intriga en trampolín para la reflexión. Acerca de dicho motivo principal, pero desde luego, no solo. A él agrega otros muy diversos asuntos. El más notable se refiere al implacable paso del tiempo, sentido con no poca melancolía. También acerca del peso de la memoria, el valor de la experiencia, las ilusiones, las complejas relaciones privadas y la amistad. Así, el logrado gancho del suspense da paso en Vagalume a un ameno relato de pensamiento. (Santos Sanz Villanueva)



La educación física, de Rosario Villajos (Córdoba, 1978), es el nuevo Premio Biblioteca Breve (2023). Esta novela “recoge el sentir de una generación”, como bien señala el acta del Jurado, tal vez de varias generaciones de mujeres en nuestro país. Porque trata de la educación sentimental y sexual, de cómo las restricciones influyen en el desarrollo de una adolescente. Lo hace, además, centrándose en la poética del cuerpo femenino, poniendo de relieve cómo esa fisicidad puede limitar, coartar y subordinar un carácter en pleno crecimiento.

Catalina tiene dieciséis años y acaba de pasar por una experiencia traumática en el chalet de Silvia que también implica al padre de su mejor amiga. Anteriormente, ya había habido conatos –lo comprende ahora– a los que nunca dio importancia porque no supo interpretarlos. Pero lo sucedido esa tarde de finales de agosto es la clave que la ayuda a calibrar el sentido de ciertas miradas, de algunos roces, incluso de caricias o contactos, aparentemente familiares, que se detuvieron más de la cuenta. Ante aquel incidente, Cata decide abandonar la vivienda de Silvia, en las afueras de la ciudad, y hacer autostop para regresar a su domicilio.

Como cualquier chica de su edad, tiene miedo a subir en el coche de un desconocido. Ahí está el reciente crimen de Alcácer para recordárselo –cronológicamente, la historia tiene lugar a principios de los años 90– y así lo hacen también distintos personajes con los que se encuentra en el camino. Pero hay un acto de rebeldía en ello, la necesidad de ponerse al límite, de forzar la situación, de sublevarse contra una educación en exceso represiva, de insubordinarse contra unos padres solo preocupados por lo social y desatentos a las necesidades afectivas de una hija. En el fondo, el temor a ser violentada por un conductor palidece ante el miedo a llegar tarde a casa.

La historia está bien contada y atrapa al lector con rapidez. La autora, además, sabe cómo dosificar una información que revela con deliberada –en ocasiones exagerada– lentitud. El tiempo del relato es muy breve, apenas se circunscribe a unas horas en el atardecer de un día de verano. Sin embargo, el de la historia se dilata ampliando la materia novelable, de manera que vamos conociendo retazos de la niñez de la protagonista, de su formación y de las relaciones con su familia, esenciales para entender el sentido profundo del texto.

Un pilar de la obra, que hasta condiciona la información, es el punto de vista centrado en Catalina. A él se une el sabio uso de una tercera persona que salva el escollo de un yo narrador mientras desvía una posible interpretación autobiográfica.

La novela tiene una indudable intención reivindicativa en la que muchas lectoras se verán reflejadas. El personaje odia su cuerpo porque sabe que le impide ser tan libre como un niño, porque la atrapa en sus ciclos, porque provoca miradas y comentarios que la agreden y la humillan, aunque el mundo que se dibuja es en exceso maniqueo.

Pero la lectura va más allá porque sobrenada en el mundo de los adultos, fundamentalmente en las faltas de los padres y en la necesidad de un amor que cobije en la infancia y que proteja después. (Ascensión Rivas)






Sobre las sutilezas del pasado. Sobre los abismos secretos que guardan los personajes con un presente ingobernable. Sobre la relación de ese pasado y presente con un futuro ambiguo y ambivalente que no pudo ser. Sobre un amor de juventud. Sobre la nostalgia que todo lo desgasta. Sobre la historia de un país envuelto por el color gris de una dictadura inacabable. Sobre la maravilla de las frases hechas. Sobre la imposibilidad de poder recuperar el tiempo perdido. Sobre la vida académica en las universidades americanas. Sobre la música clásica y muy especialmente sobre la figura de Pau Casals. Sobre la necesidad imperiosa de salir de España y respirar aires menos nocivos en el país de las oportunidades, Estados Unidos: "Yo no sabía que no estaba aprendiendo a ser americano, sino a ser extranjero". Sobre la amistad perdurable. Y sobre la muerte enferma como horizonte de expectativa imposible.

Con todos estos mimbres y a medio camino entre la memoria y la historia, entre lo colectivo y lo íntimo, Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) publica No te veré morir, una ficción trufada de algunos de los ingredientes que han caracterizado toda su obra como son la persistencia por aludir a un pasado que necesariamente debe ser relatado y que siempre es imaginado por confidencias propias y ajenas, una estructura narrativa limpiamente realista en la misma medida en que es intimista y que alude, en numerosas ocasiones, a vivencias personales tamizadas por el paso del tiempo tanto personal como histórico y un fraseo poderosísimo que envuelve al lector en una estructura narrativa arquitectónicamente perfecta.

Con una espléndida oración con la que abre el libro y que ocupa las primeras setenta y tres páginas, oración sinuosa capaz de entremezclar pasado, presente y futuro como si fuera el ambage con el que consigue deslumbrar al lector y que bastaría para hacer de este libro un hito en su carrera, con este "Si estoy aquí y estoy viéndote y hablando contigo, esto ha de ser un sueño" inicia Muñoz Molina la historia entre Gabriel Aristu, director de banco, y Adriana Zuber, profesora de artes plásticas, cuya historia de amor se truncó súbitamente. 47 años después se vuelven a encontrar pero ahora en situaciones muy distintas porque el tiempo ya ha hecho mella en ambos: él, casado con Constance, y ella, en el punto final de su vida en compañía de Fanny pero acechada por el veneno de una enfermedad terminal que entronca con el título de la novela y que reproduce un verso que la uruguaya Idea Vilariño escribió para Juan Carlos Onetti: "No volveré a tocarte./ No te veré morir". Solo en los sueños persistentes de Gabriel, según le confiesa a Adriana, han podido estar en la unión deseada y que no pudo ser ya que las "cosas llegan cuando ya no se desean. Parece que no desearlas es la condición previa para que no lleguen". (Ricardo Baixeras)


A propósito de esta última novela de Muñoz Molina me ha venido a la cabeza esa frase o aforismo sobre la vida que dice: “la vida es lo que pasa mientras te empeñas en hacer otros planes.”

El protagonista -Gabriel Aristu- tiene ese presentimiento, encarna esa idea. Su vida rememorada desde los setenta y tantos, ha estado muy bien, ha sido modélica desde un punto de vista -llamemos convencional. Hombre inteligente, culto, dotado y preparado desde joven para el éxito profesional y rodeado de una familia que lo aprecia. En el otoño de su trayectoria vital siente un íntimo malestar derivado de decisiones tomadas en la juventud (nos vamos a desvelar la trama) que le llevan a pensar y sentir algo así como que su vida no la vivido él, como si fuera un muñeco de un destino que no pudo controlar. No ha vivido, se ha dejado vivir mecido en la comodidad de unos años que externamente le han dado todo: dinero, éxito, familia, bienes, materiales de todo tipo… Sin embargo, lo más auténtico de sí mismo estaba en su juventud y ahí parece que se quedó y que intenta recuperar a través de la memoria, de los sueños y de ese viaje a Madrid al encuentro de Adriana.

La historia paralela de Julio Maíquez aporta a la novela un enriquecimiento de la trama que vuelve a abundar en lo azaroso de los destinos humanos y en el papel del dolor, la ternura, el amor y el paso del tiempo en la vida de cualquier mortal; todo ello con la prosa rítmica y la precisión léxica habitual en la escritura de Muñoz Molina. (Jesús Gómez)






'El problema final', la novela enigma de Arturo Pérez-Reverte: un libro magnífico y redondo



Parte Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) en El problema final de un modelo narrativo clásico, el lugar cerrado donde se comete un delito que nadie ajeno a ese espacio ha podido llevar a cabo. Tal circunstancia propicia un rosario de conjeturas cuya exploración y esclarecimiento constituyen el meollo de la conocida como novela enigma, la más pura y para muchos la más exigente variante de la literatura de suspense y criminal.


Pérez-Reverte inventa un caso semejante a lo dicho. Una de las nueve personas que se alojan en el familiar hotel de una mínima isla griega, Utakos, se suicida, pero algunos indicios apuntan a un asesinato. Un temporal mantiene varios días el lugar aislado e impide que acuda la policía desde la cercana Corfú. Entre los huéspedes se encuentra el actor británico Basil Rathbone, ya en cierta decadencia profesional, pero famosísimo en el momento de la acción, el verano de 1960, por sus múltiples interpretaciones de Sherlock Holmes. La gente del hotel le pide a Basil que haga unas pesquisas preliminares.

Lo acepta y con él colabora otro huésped con quien ha intimado, el español Paco Foxá. Así, ambos duplican en la ficción la pareja Holmes-Watson creada por Conan Doyle. Se producen dos nuevos asesinatos. En fin, la novela desmenuza la intrincada investigación, de la que sería impertinente dar aquí detalles.


En cuanto novela criminal y de enigma, Pérez-Reverte hace un trabajo magnífico, completo, redondo, que responde con plenitud a todas las exigencias del género. Encadena incógnitas, tuerce varias veces el rumbo previsible de los sucesos, siembra dudas, llega a convertir a la propia pareja de sedicentes detectives en sospechosa, apela desde dentro del relato a la credibilidad del lector…


El resultado de la trama anecdótica no puede ser mejor. Ya podemos suponer, sin embargo, que Pérez-Reverte no se va a limitar a montar una historia absorbente que nos mantenga pendientes de los vaivenes de los sucesos. Sin minusvalorar este alcance, la novela va añadiendo capas a la cebolla central. De tal modo, es mucho más que una novela-enigma.


Ante todo, encontramos un cumplido ensayo abundante en datos y observaciones sobre la novela criminal en el que el conocimiento y análisis del género se vierte no en abstracciones y generalidades académicas sino en materia inmediata y viva del propio relato. Tirando por elevación, El problema final también contiene apuntes notables sobre la invención literaria, la vida en la literatura y viceversa.



Verso suelto', de Use Lahoz: un reto irresistible


El escritor reparte la acción en varios espacios de Barcelona, donde dialogan la complejidad urbana y las brechas sociales de la gran ciudad

Con cada nuevo libro, Use Lahoz (Barcelona, 1976) se afianza como narrador experimentado. La estación perdida, Los buenos amigos y Jauja son, quizá, los que van asentando un estilo que merece especial consideración por varias razones. En primer lugar, porque con cada nueva propuesta reafirma una poética asentada en la tradición del realismo para, desde sus postulados, explorar nuevas maneras de mirar la realidad individual sin dejar de incluir la complejidad de lo colectivo.

Siete novelas le avalan, y esta última, Verso suelto, es, en este sentido, un nuevo y asombroso reto al que será difícil resistirse. En segundo lugar, porque trabaja con firmeza las tres fortalezas que sostienen sus novelas. Una historia fundada en un argumento minuciosamente elaborado, que sirve para contar otras muchas.

La sostiene en un colectivo de individualidades que constituyen el universo que alienta los conflictos de la trama. Y conduce el ritmo y los vaivenes del planteamiento temporal con tal acierto que, a base de juegos que insinúan lo que sucederá y lanzan guiños sobre lo ya vivido, impulsa a no desatender nada de cuanto tiene lugar en ese ecosistema narrativo.

Y una tercera razón atañe a la cuidada arquitectura del entramado novelesco, donde lo complejo se ofrece con sencillez, donde situaciones aparentemente desvinculadas alcanzan un punto de reunión y sentido en lo que acaba por resultar una composición troquelada y perfectamente aderezada para trasladarnos el tejido social, urbano y humano de lo que en ella se trata.


Verso suelto es la ocasión que permite evidenciar las tres razones. Para empezar, las referencias espaciales y temporales añaden significado a la intención de lo narrado. Lo que aquí cuenta abarca muchas vidas entre los años 1992 y 2019, y reparte la acción en varios espacios que dialogan entre ellos: la complejidad urbana y las brechas sociales de la gran ciudad; la parte alta de Barcelona es el escenario donde tiene lugar el incidente inicial que hará cambiar la vida de la familia de Sandra Martos de un día para otro, la pieza suelta que asaltará ocasionalmente la acción hasta hacer encajar finalmente el conjunto.

Repleta de referencias, 'Verso suelto' es una gran novela sobre desapegos vitales y apegos feroces

Hospitalet es el barrio, “otra arquitectura, otro pulso y otra jerga”, la vida de la que la protagonista querría mudarse. Y un tercer escenario, como punto de fuga, Valdecádiar, la aldea aragonesa imaginaria reiterada en las novelas del autor.

Para continuar, el argumento narra la peripecia emocional de Sandra desde el verano de sus catorce años, un verano que lo cambiará todo en su vida. Peripecia que abarca cuatro tiempos correspondientes a cuatro momentos vitales (adolescencia, vida universitaria, bandazos emocionales y precariedad laboral, la temida vida adulta), que alcanza a la familia, a los amigos, al descubrimiento de la inclinación sexual y las relaciones más personales.

Peripecia además cuya épica consiste en poner el enfoque en la realidad inherente al oficio de vivir: el proceso de cambios y pérdidas desde los que va descubriendo cómo vuelan las verdades aprendidas, cómo surgen nuevos refugios, cómo nada es siempre como lo recordamos cuando empezó.

Para terminar, si esta historia la leemos es porque su final es su principio, como en las novelas de Jane Austen, porque ha habido una herida (“sin herida no hay arte”) y hay que “dar salida a la desdicha”. Pero eso será más tarde. Durante la novela vamos de un lugar a otro, de un punto de vista a otro, de un cambio a otro (de rumbo, de país, de pareja, de amigos, de barrio,…). Vamos del cine a la literatura. De lo emocional a lo social. Es una historia repleta de interesantes referencias que suscitan numerosas reflexiones. Y es además una gran novela sobre desapegos vitales y apegos feroces.





La noche en que María Broto termina su función en el teatro Lliure, encarnando a Luiba Andreievna, de El jardín de los cerezos, de Chéjov, nunca imaginó el vuelco que daría su vida cuando alguien viene a removerle su pasado. Ese día, la vida de María, en la cuarentena, da un giro. Es como si de repente ya no hubiera futuro para ella. Todo está escrito en su pasado. María Broto es una de las protagonistas de Jauja, de Use Lahoz (Barcelona, 1976).

En esta novela cuesta trabajo hablar de un protagonista. Cada personaje que aparece pone su protagonismo vital en un engranaje que parece abarcar no solo un pueblo remoto (y ficticio) de Aragón y la ciudad de Barcelona, sino casi el mundo y la vida enteros. Al lado de María es imprescindible Rafael, el antiguo niño pueblerino que miraba el transcurrir existencial de Valdecádiar y el portador de la porción de vida que hasta ese momento María ignoraba. Luego está, como pegado a su piel, Teodoro, el hombre que se hace cargo de María de niña. Y los padres de Teodoro, el ingeniero Pablo Peñalver, tan determinante en esta historia, y Vidal, el actual marido.

Todo transcurre entre Valdecádiar (que ya aparecía en La estación perdida, 2016) y Barcelona. Entre un mundo rural decrépito y desesperanzado y las ilusiones que despierta la ciudad, la novela de Lahoz hurga en los remordimientos de los inevitables males que se hicieron a quienes más se quiso o más se merecieron. Jauja es también la novela de la sordidez y la estigmatización social. Y como para mí Lahoz sigue la ruta balzaciana de obras anteriores, diría que Jauja es irónicamente un libro sobre las ilusiones perdidas.

Leí esta novela sin poder abandonarla ni un instante. Su voz narradora tiene mucho que ver. Es una voz que ve, recuerda, guía y toma la palabra cuando sus personajes no la encuentran. Lahoz sigue fiel a su poética narrativa, el realismo. Un realismo asumido a conciencia y sin complejos. Yo hablo de Balzac, también se podría citar a Zola. Y al mejor Cela. Y al maestro Delibes. Y claro, Chéjov. Que la vida no es jauja, ya lo sabíamos. La cuestión era contarnos su porqué con la convincente madurez estética con que nos lo narra Use Lahoz. (Jorge Ernesto Ayala-Dip)


Jauja apareció en 2019 pero aprovecho para citarla aquí e incluir una reseña ya que nos hemos referido a Verso suelto (2023) en la reseña anterior.

De paso, podríamos citar también Los buenos amigos (2016) un magnífico novelón de Use Lahoz que completa las otras dos novelas reseñadas. En general toda la producción de este novelista tiene una calidad más que notable, pero estas últimas tres novelas son extraordinarias y lo confirman como un narrador al que merece la pena leer y disfrutar.

Jesús Gómez





ANOXIA (MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ). Madrid, Anagrama , 2023, 280 pp.

 

El escritor regresa con una espléndida novela, 'Anoxia', en la que la protagonista debe mirar de frente a la muerte para salvar la vida

 

"Anoxia" es un vocablo tomado de la biología cuyo significado, según el Diccionario de la Real Academia Española, es "falta casi total del oxígeno en la sangre o en tejidos corporales". La palabra, a su vez, remite al término médico "hipoxia", que equivale a "déficit de oxígeno en un organismo". Anoxia es, además, el título elegido por Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) para encabezar su última y (hay que decirlo desde el principio) excelente novela, una cabecera muy lograda por su valor metafórico sobre diferentes hilos de la anécdota.

Profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, Hernández es autor de relatos, dietarios, ensayos, así como de varias narraciones entre las que destacan Intento de escapada (2013), El instante de peligro (2015) o El dolor de los demás (2018), las tres laureadas con premios y elogiadas por la crítica. Sus obras relatan anécdotas concretas, en ocasiones sobre hechos del pasado, la memoria y el olvido; y en ellas se debaten temas como la enfermedad, la vida, la muerte, el pecado o la culpa tratados con honestidad, desde una perspectiva muy humana y con una sensibilidad que puede calificarse de ética.

La trama y el sentido de Anoxia se elabora formando un sistema de capas. En primer término, se cuentan unos acontecimientos vinculados a la fotografía, más concretamente al retrato de cadáveres. Pero en estratos más profundos, aunque perceptibles desde el primero, se observa la historia de una mujer, viuda, que se abandonó tras la muerte de su marido, sucedida diez años atrás.

La anécdota, además, tiene lugar en un territorio, el Mar Menor, azotado por danas cada vez más feroces (algunas debidas a la naturaleza y otras a la acción humana) que convierten ese emplazamiento privilegiado del Mediterráneo en un espacio devastado, donde la muerte de peces por falta de oxígeno y el terrible olor a ciénaga amenazan con transformar el paisaje y presagian un futuro incierto.

La vida de Dolores Ayala, aletargada tras el fallecimiento de su esposo, da un vuelco cuando conoce a Clemente Artés, un elegante anciano que le propone retratar a un difunto el día de su entierro y cuyo máximo deseo es recuperar la antigua tradición de la fotografía post mortem. Tras su aceptación, Dolores empieza a apreciar un trabajo lento, hecho con el mimo de lo artesanal, que le permite recuperar el tiempo y contemplar la realidad con ojos renovados. Porque en su trato con el fotógrafo Artés aprende a respetar a los muertos y a los vivos, a estimar el dolor ajeno y el propio, y a experimentar una reconfortante actitud de respeto.

Por medio de esa vida, que curiosamente se recupera muy cerca de la muerte, Dolores Ayala se explica su pasado, que no era tan placentero como parecía, y aprende a liberarse de unas ataduras que la aprisionaban mucho antes del accidente mortal de Luis, su pareja.

La historia, escrita con sencillez, está muy bien contada, y va revelando su profundidad con lentitud, a medida que el arte de retratar y la relación con Artés ayudan a la protagonista a despojarse de las distintas envolturas que, a modo de coraza, ocultaban su yo interior.

Hay en Anoxia un gusto por los paralelismos, una sensación de calma, un cuidado por hacer las cosas bien y una reflexión constante sobre la vida y la manera de mirarla, sobre las mujeres y su forma de descuidarse (la focalización sobre Dolores Ayala resulta absolutamente pertinente y verosímil) y sobre los hombres y su manera de observar y de querer; sobre el dolor de vivir y el dolor de ver morir también. Y un misterio que tarda en desvelarse y que descubre una verdad trascendente. Espléndida novela. (Ascensión Rivas)



Una pareja joven recala en un pueblo casi perdido con su hija de cinco años. Allí tratan de recomponer sus vidas, en pausa tras un fatal accidente del que el hombre fue responsable. Sin embargo, el lugar no les da la paz que esperaban porque les resulta inhóspito, de ambiente enrarecido y turbador.

Así mismo, el trato con los vecinos es poco cordial: están ofuscados con secretos que les han agriado el carácter y han minado la convivencia entre ellos. El hombre lo sabe bien porque parte de su infancia transcurrió en ese lugar, el espacio original de sus mayores. En el pasado, además, el pueblo sufrió la fiebre del desarrollismo, como refleja su desolador paisaje: una central nuclear desmantelada, zonas residenciales inacabadas y en ruinas, una ciudad del ocio que solo existió en carteles ahora anticuados y descoloridos…, en definitiva, anuncios de crecimiento y progreso finalmente fracasado. Pero, por encima de todo, destaca el pantano, una masa oscura y tentadora bajo cuyas aguas se esconde una antigua necrópolis y una aldea que quedó anegada tras su construcción." En 'Vibración', José Ovejero aborda temas como la violencia secular, el vacío de la juventud y el miedo".

La novela consta de varias partes, enmarcadas por dos narraciones breves, perfectamente simétricas, que abren y cierran el núcleo central, confiriéndole una estructura circular que simboliza el eterno retorno. La primera, de carácter fragmentario, recoge relatos cortos sobre diferentes individuos enraizados en el pueblo y muestra el estancamiento de un lugar sin futuro, incapaz de proporcionar esperanzas a unos jóvenes cuya existencia se diluye en la nada. La segunda se focaliza en la familia de forasteros que se instala en la localidad y que, a medida que pasa el tiempo, advierte el efecto pernicioso de esa atmósfera inquietante y malquistada.

El escritor teje su discurssobre la base de obras fundamentales de nuestra literatura, desde el Lazarillo hasta En la orilla, pasando por Pascual Duarte o El Jarama. Todo está ahí –connotando sentidos– como reflejo de nuestra historia, mezclado y original, plural y único, impecablemente ensamblado. En la parte centrada en el grupo foráneo el relato se tiñe de misterio. Es entonces cuando el pantano cobra mayor protagonismo, con sus rumores y su oscuridad atrayentes; con sus enigmas perpetuos que compiten con las incógnitas de los vecinos; con sus sombras, sus seres fantasmagóricos y las ánimas de los que sufrieron una realidad tormentosa.

En Vibración, José Ovejero aborda temas como la violencia secular, la convivencia en el mundo rural, las culpas y los odios que se transmiten entre generaciones, la falta de expectativas vitales, el vacío de la juventud, la frustración de la adultez, el miedo, la atracción de los abismos, las ruinas personales, la carencia de afectos… Y la resistencia vibrante de un hombre y una mujer como origen de la vida y única certidumbre. (Ascensión Rivas)



 Luis Landero, La última función

 

Un tópico sostiene que los autores siempre escriben la misma obra. Este lugar común contiene un velado juicio negativo que insinúa un déficit de creatividad y una caída en la rutina. Mas no tiene por qué entenderse así. También puede suponer el reconocimiento de una perseverante manera de ver el mundo, de una fidelidad a un modo esencial de concebir y recrear la vida. En este sentido positivo, pocos autores habrá a quienes quepa aplicarles la etiqueta como a Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948).

Landero fundó hace ya siete lustros su personal terreno literario con su magnífica primera y sorprendente novela, Juegos de la edad tardía. Lo revalidó con firmeza pasados solo unos pocos años en Caballeros de fortuna. Y desde aquellas obras seminales no ha hecho sino ampliarlo y consolidarlo en una decena más de títulos de cadencia reposada y regular, y bien acogidos por lectores y crítica.

Esa ópera prima abordaba las ilusiones humanas. Dicha querencia genérica tiene en Landero la dimensión de conflictos íntimos no desgarradores que se muestran con una mirada compasiva, con sólido y comprensivo afecto del autor hacia sus personajes, salvo en la reciente Lluvia fina, novela amarga y oscura donde se impone la desgracia y la degradación. Fue este libro desolador un paréntesis ocasional y hoy vuelve Landero por sus fueros en La última función.

Continúa con su gran tema, leitmotiv de su mundo literario, el apremiante logro de las ilusiones, que aquí, en una historia que bascula entre la verdad y los espejismos, se saldará con la trasmutación de las vidas de los dos principales personajes, hasta el momento vanas y tristes y a partir de ahora galvanizadas de cara al futuro.

Regresa, además, a este leitmotiv de su mundo literario con una aproximación del todo cervantina. Por la empatía con que los mira y porque los pone en una situación del todo quijotesca. Si al hidalgo manchego los libros le cambiaron su vida de rentista rural, a los protagonistas de esta novela se la cambia la pasión por el teatro.

La última función es una novela de cierta amplitud coral habitada por un buen número de personajes que, como suele ocurrir en el autor, tienen el valor de proporcionar una materia humana sugestiva y curiosa. Se sitúan en dos ámbitos. Unos, en la ciudad, Madrid. Otros, en un medio rural, San Albín o Montealbín, un imaginario pueblecito de la sierra pobre madrileña, lindante con Guadalajara y Segovia. Aquellos representan los modos de vida urbanos corrientes. Los otros, poco más que una panda residual de vecinos, personifican la vida desalentada de las localidades campestres en proceso de extinción.

De nexo entre ambos ámbitos sirven los protagonistas, Tito y Paula, quienes, cada uno por su cuenta, a propósito o por azar, se desplazan de la capital a San Albín. Ernesto Gil Pérez se ha dedicado profesionalmente en Madrid a regentar una gestoría heredada. Sin colmar un insólito prototipo de gestor bohemio, se ha contentado con sortear el comecome de su comezón artística por el teatro, con lograr pequeños éxitos y alimentar en su alma el fuego del arte.

Paula, indecisa acerca de su destino profesional (duda nada menos que entre estudiar Veterinaria o Bellas Artes, o ser actriz o periodista), padece en su fuero interno por haberse convertido en contra de sus deseos íntimos en empresaria y mujer de acción y por una relación sentimental nada gratificante. En suma, dos descontentos o desilusionados que mantienen viva su fe en una existencia ideal y a quienes el encuentro fortuito en el pueblo les abre unas renovadas expectativas.

Esta posibilidad, unida a una previsible historia de amor, se produce al implicarse ambos en la recuperación de un viejo rito, la representación dramatizada colectiva de la leyenda de la Santa Niña Rosalba. El antaño famosísimo espectáculo ha sufrido la carcoma del tiempo pero Tito, con la ayuda de la presunta famosa actriz Paula, se propone rescatarlo. Lo hará por las vivencias infantiles que le despierta y porque será un modo de regenerar en lo económico el abatido pueblo. El plan despierta el entusiasmo de las autoridades y del vecindario y se lleva a cabo con éxito.

Tras esa última función de los protagonistas a la que alude el título del libro se abrirá un presumible tiempo nuevo. Semejante ideación genérica se beneficia de una marca de actualidad de corte realista. Es un acierto de Landero vincularla a un motivo tan urgente como el de la llamada España vacía.

A lo mucho que se viene escribiendo en nuestra ficción sobre la decadencia irremisible de la sociedad agraria le aporta Landero, además de una atractiva y divertida trama argumental, la original perspectiva de un relato popular, un cuento que se narra en voz alta, una especie de los también desaparecidos filandones que convocan a los oyentes para narrarles cómo sucedieron las cosas entre el invierno y la primavera de 1994 tras que Tito llegara a San Albín y entrara al bar restaurante Pino a tomar algo.

Este detalle costumbrista se despliega como una fábula en la que debemos sospechar que bajo la capa del narrador portavoz de los testigos se esconde el propio Landero y de este modo le da cercanía y cordialidad a los sucesos.

Tito y Paula repiten situaciones y dilemas habituales en la narrativa de Luis Landero. En sus obras se reitera un término que las sintetiza, “afán”, con el sentido de deseo intenso o aspiración de algo. En La última función no falta este mot clef, que justo aparece en la última página del libro, pero aquí se sustituye por otra palabra, “sueño”. La encontramos bastantes veces y alcanza el valor de símbolo de una peripecia humana esencial. A ilustrarlo una vez más dedica Landero esta nueva novela, y lo hace con una declaración sorprendente por lo explícita.

Ese narrador que es su alter ego explica que hay muchas historias que cuentan siempre la misma historia: “el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad, con todo lo que eso tiene de heroico, de lastimoso, de inútil, de cómico, de trágico y hasta de ridículo, según el sueño sea o no más fuerte y verdadero que la realidad misma”.

A qué fin, pues, podemos preguntarnos, ¿volver a contar esa historia, volver a dedicarle una novela? Landero lo justifica y se justifica: “aunque se trata de un asunto viejo, resulta siempre nuevo, porque cada vida humana lo hace suyo, como si fuese cosa de estreno”.

Landero es siempre un escritor solvente y un narrador interesante. Brilla también en esta última novela suya una prosa minuciosa y precisa, de amplio fraseo sintáctico y con la riqueza léxica que muestra su gusto por las largas enumeraciones.

Los protagonistas seducen por su ambivalencia entre el desamparo, la actividad frenética y las vanas ilusiones, y nos agarran y emocionan con la vivencia de ese primordial anhelo de nuestra especie que consiste en pretender un mundo mejor. Las aventuras narradas divierten por el humorismo que las colorea. La última función amplía el bien reconocible universo Faroni con una aventura campestre bastante loca. ( Santos Sanz Villanueva)


Esta novela es una mezcla de trama criminal y novela histórica. Está ambientada en Salamanca en la Navidad de 1905 y recoge algunos hechos que tienen un trasfondo histórico real. Refleja algunas tensiones sociales de la época: despoblación rural causada por el acoso de cierta oligarquía que se apropiaba de la tierra para destinarla a pastos y cotos de caza, corruptelas políticas y caciquismo arraigado hasta el tuétano en una sociedad apestosamente conservadora. Da cabida también al enfrentamiento de clases y a la lucha y reivindicaciones protagonizadas por el sindicalismo emergente.En el desarrollo argumental tiene un papel protagonista la figura de Miguel de Unamuno, que se constituye en detective aficionado y que investiga varios asesinatos siguiendo el ejemplo de Sherlock Holmes, detective a quien admira y cuyas aventuras lee a escondidas.

La trama está bien hilvanada. Asimismo, la figura de Unamuno está correctamente caracterizada y la ambientación bastante lograda. En todo caso hay una división muy tajante entre unos personajes buenos, honestos y de gran rectitud y otros perversos y malvados al extremo. Los diálogos en alguna ocasión también parecen algo artificiales e impostados, pero globalmente la novela me merece una valoración positiva. Los hechos narrados se siguen con interés y la calidad de la prosa es notable. Esta narración inaugura un ciclo de novelas en las que Miguel de Unamuno constituido un detective aficionado, resolverá algunos casos, suponemos, ambientados en la época en la que vivió en Salamanca. (Jesús Gómez)




En el corazón narrativo de esta novela todo es ausencia. Una ausencia irreparable y clamorosa, la de Nuco, el niño del título, muerto a sus seis años. Fue una de las 50 criaturas que, en 1980, perdieron su vida en una explosión de gas propano en el colegio público Marcelino Ugalde del pueblo vizcaíno de Ortuella. Cincuenta en un pueblo de unos 8.000 habitantes es un inconmensurable desmoche del futuro comunitario y una devastadora inundación de tragedias familiares cuya magnitud escapa a las posibilidades expresivas de la literatura. ¿Cómo se cuenta, cómo se novela algo así? Aramburu ha debido cavilar mucho sobre esta pregunta que hurga en las fronteras de lo literario y su respuesta está implícita y articula El niño: limita el foco a una de aquellas tragedias abordándola como caso y, a la vez, como metonimia de la hecatombe colectiva.

Es, en definitiva, el método que ha seguido en el ciclo Gentes vascas, en el que se inscribe esta obra y del que forman parte los cuentos Los peces de la amargura (2006) y las novelas Años lentos (2012) e Hijos de la fábula (2023). Pero si estos tres títulos gravitaban en torno al terrorismo vasco (la fractura y envilecimiento de la sociedad, los orígenes de ETA, el doctrinarismo rebañego de los militantes), aquí el eje se desplaza al infortunio puro e involuntario, el de un accidente que conmociona y destruye cientos de vidas.

La familia que elige Aramburu tiene solo tres miembros, lo que le permite atender las consecuencias de la pérdida en cada uno de ellos: Mariaje, la madre; José Miguel, el padre; y Nicasio, el abuelo. Uno de los riesgos de contar tales consecuencias es el patetismo, la sobrecarga de emociones o, en el peor de los casos, la verbosidad lacrimógena, con sus variantes lírica y dramática, no siempre desafortunadas (baste recordar Mortal y rosa, de Francisco Umbral). Otro, cuando el acontecimiento traumático es real, consiste en hacer prevalecer el artificio literario sobre la representación veraz y respetuosa de lo ocurrido. Hay que decir que Aramburu esquiva ambos peligros y consigue que su relato discurra con sobriedad y decoro sin perder en la maniobra de contención la capacidad para penetrar en el lector y conmoverlo. Para que ello sea así, hay otra decisión técnica importante, la de narrar lo sucedido desde dentro, a través del testimonio de Mariaje, que confía sus recuerdos y emociones al autor, y también desde fuera, a través de un narrador externo que actúa como reportero. La narración oral de la madre se alterna con la más literaria de este que, si bien la complementa y contrapuntea, también se contagia de cierta oralidad (y hasta de algún que otro giro).

La historia que esas dos voces van armando, como si añadieran sin prisa las teselas de un mosaico cuyo dibujo solo se revela al final, muestra la expansión de una desdicha que alcanza a todos los que quisieron al pequeño Nuco. Resulta conmovedor el abuelo que, para no enloquecer, resuelve mantenerse mentalmente al lado del nieto muerto, no solo visitándolo a diario en el cementerio sino haciendo de él su interlocutor silente e incluso reproduciendo en su propio domicilio la habitación del nieto. Pero su figura es también la más previsible y sirve de contraste con las de los padres, entregados torpemente (cómo si no) a superar un duelo insuperable.

 

Domingo Ródenas de Moya




Es posible que, por la potencia de su premisa argumental, el lector crea intuir en qué tipo de novela se va a sumergir. Y, efectivamente, Los alemanes versa sobre los descendientes de los alemanes de la colonia de Camerún que, en 1916 y al caer frente a los aliados, se entregaron a las autoridades españolas de Guinea y acabaron asentándose, entre otras ciudades, en Zaragoza. Pero, además y sobre todo, Sergio del Molino (Madrid, 1979) nos ofrece un texto muy elaborado sobre la identidad, el peso (y el embellecimiento) del pasado, las diferencias de clase y la herencia de los pecados de nuestros ascendientes que está construido con el material del que está compuesta buena parte de la mejor novelística contemporánea: el conflicto familiar.

La novela nos presenta a la otrora acaudalada familia Schuster justo tras la muerte prematura de uno de los tres hermanos, Gabi, que había sido toda una estrella del punk internacional. Si bien los protagonistas son los dos hermanos que quedan, Fede, un taciturno y poco ambicioso profesor de la Universidad de Ratisbona, y Eva, una exitosa política municipal a punto de dar el salto a mayores responsabilidades, hay otros dos protagonistas in absentia: el padre Juan Schuster, que ya no habla y se encuentra en un estado casi vegetativo, y el propio Gabi, que, por referencias, nos da el contrapunto más sardónico, provocador y humorístico.


Habilidad narrativa


El texto está escrito en primera persona, pero cada capítulo desde el punto de vista de un personaje. Con gran habilidad narrativa, Del Molino consigue enhebrar la descripción, el monólogo interior, la acción y los diálogos de una manera fluida y natural. Pero, además, en tanto que el pasado es un asunto fundamental en este libro, el autor se las arregla para introducirlo de un modo muy orgánico -a veces nostálgico, a veces tormentoso- y que sirva como pincel preciso para dibujar tanto a los personajes como a toda la comunidad.

También para acentuar el conflicto identitario (ser alemán y español y no ser ninguna de las dos cosas en plenitud), el novelista trufa cada pensamiento de los protagonistas con numerosas expresiones y referencias en alemán que, si bien extrañan un poco al lector en los inicios, se acaba asimilando como algo consustancial a la naturaleza de los personajes. 

Aunque los diálogos, a menudo brillantes, están muy cargados de conversación cultural, de literatura, historia y filosofía, es la música la que ocupa la mayoría de las múltiples referencias que encontramos en Los alemanes. Está profusión de conversaciones en torno a la cultura se percibe, más que como una característica definitoria de la idiosincrasia de los personajes, como un efecto de su propia dificultad comunicativa. Esto está más exacerbado en algún personaje como en el de la madre, ya muerta, que se representa como lánguida y pusilánime pero que entraba en éxtasis en los conciertos y era una melómana, devota del romanticismo alemán. 

Si bien la novela ya es hipnótica hasta sus cien primeras páginas y nos deja sumidos en esa atmósfera de ensimismamiento de una comunidad, en las complejas relaciones familiares de la familia Schuster y en el suspense creado por la aparición de dos turbios personajes que amenazan con sacar a la luz oscuros secretos familiares si no se aprueba la construcción de un nuevo estadio de fútbol, a partir de ese momento multiplica su intensidad, pero no se puede explicitar para no malbaratar la experiencia del lector. 

Los alemanes, Premio Alfaguara, desmiente que los galardones se den siempre a las obras de mejor deglución para los lectores. Es la novela más arriesgada de Del Molino. Y la mejor. Uno cierra el libro y sigue paladeando esos diálogos punzantes, casi sorkinianos, y sintiendo afecto por esos personajes ariscos pero sensibles. 

Malcom Otero Barral



Coincide la publicación del nuevo libro de Clara Sánchez (Guadalajara,1955) con su discurso de ingreso en la RAE. Gran conocedora del oficio de escribir, representa un estilo al que nunca le faltarán adeptos: tramas ágiles e intrigas asaltadas por giros inesperados.Su nueva novela, Los pecados de Marisa Salas, una fábula con tintes satíricos sobre el mundo literario, juega con sus mejores armas, pues se trata de una novela de acción y personajes, de suspense y entretenimiento, una réplica imaginativa, llevada hasta el delirio, de la realidad que respalda el éxito. Para no desvelar demasiado se puede adelantar que su estructura se aproxima al esquema de planteamiento, nudo y desenlace. Comienza con una detallada presentación de los tres personajes principales que sostienen la acción.

La protagonista es la propia Marisa Salas, profesora, sesenta años cumplidos, autora de una novela (Días de sol) que treinta años atrás pasó sin pena ni gloria. Ese año 1989 el editor prestó todo su apoyo a Carolina Cox, la escritora de éxito que sigue ocupando los primeros puestos de ventas, aunque desde hace unas semanas se lo ha usurpado un escritor novel, Luis Isla, con la novela Los sueños insondables. Marisa repara en ella de forma casual y no da crédito: Los sueños insondables es la que ella escribió en su día.Sobre las voces de Marisa y Luis pivota la trama, mientras que sobre las motivos de Luis y el afán de venganza de Marisa se sostiene la intriga, que se traslada al lector en forma de necesidad de respuestas: ¿cómo demostrará su impostura si no existe copia? ¿Cómo obtendrá beneficio de ello? Algunas de las mejores páginas de sus respectivas intervenciones son las que van abriendo posibilidades inauditas para que la farsa crezca en interés y en retorcimiento, a lo que contribuye la incorporación de personajes secundarios sobre quienes pesa cierta carga de histrionismo que resta verosimilitud al conjunto.

Lo más interesante de este entramado de locura está en sus reflexiones no explícitas sobre la impostura, la dignidad, la culpa, la ambición. Y lo más logrado, sin duda alguna, es el modo de mantener expectación hacia un desenlace que juega bien su baza final, sin omitir la posibilidad de imaginar nuevas situaciones en esta personal versión de la hoguera de las vanidades. 

 

Pilar Castro


Maltratos, brutalidad e injusticias: las peripecias de la soprano que protagoniza la novela de Carme Riera

La escritora y académica pergeña una densa historia psicológica en la que una cantante sobrevive a terribles experiencias vitales durante su infancia.

 

La historia de la literatura ofrece un amplio repertorio de narraciones que responden a un esquema anecdótico básico: alguien se halla en una situación muy especial y dispara una indagación existencial que le lleva a explorar oscuras raíces de su identidad. Carme Riera (Palma de Mallorca, 1948) acude a este nudo argumental como soporte genérico de Una sombra blanca y sobre esa idea seminal desarrolla una densa historia psicológica. Para ello, y con implícita adhesión a los grandes relatos clásicos, imagina un personaje en el que encarna muy duras experiencias vitales.

Se trata de una soprano negra famosísima, Bárbara Simpson, cuya vida es ejemplo de superación de terribles peripecias vividas en la infancia y adolescencia. Para mostrar en toda su intensidad este carácter, Riera lo presenta primero en una circunstancia excepcional y desde ella lo lleva hacia el pasado. Ocurre esa ocasión especial con motivo de una función de ópera en la que la diva enmudece, padece un infarto, pierde el conocimiento y sufre un episodio de ECM (experiencia cercana a la muerte). Así que decide tomarse un descanso "satánico", como bautiza con humor el tiempo de asueto.

Por sugerencia de un psiquiatra, la cantante emprende una revisión global de su pasado remoto que abarca su niñez en un medio racista de Estados Unidos y la primera adolescencia en Mallorca, adonde acompañó a su padre, músico de jazz. Episodios fuertes soporta Bárbara en uno y otro sitio y momento.

Despliega en ello Riera una generosa inventiva anecdótica que se constituye en un gancho fundamental de una novela que tiene en ese cultivo de incidentes llamativos buena parte de su razón de ser. A favor de este propósito funcionan varios datos ciertos (personas y lugares reales). Tal recurso proporciona a la traumática peripecia inmediatez y proximidad al lector. A la vez, la historia se recubre con una intensa imaginación moral que trasciende los escalofriantes percances.

La exploración psicológica va presentando rasgos secretos de la protagonista hasta formar un bucle de vivencias que remiten a un grave conflicto del alma, un lacerante sentimiento de culpa. De modo que una historia bastante naturalista de maltratos, brutalidad e injusticias se eleva hasta una reflexión sobre las raíces profundas del comportamiento humano; hasta una fábula de alcance antropológico en la que entran en juego tanto los hechos como las convicciones.

El final de Una sombra blanca adquiere insospechada dimensión filosófica. La zozobra inicial sobre la vida y la muerte desemboca, con un trazado circular, en el máximo conflicto existencial, qué ocurre después del óbito. No le da Riera una respuesta simple. Apela a las creencias de diferentes religiones y abre una desasosegante puerta al misticismo y lo paranormal. Además, rinde tributo a la fuerza telúrica de la naturaleza, visible en el magnetismo mágico de la montaña que preside el escenario balear de la acción como un Dios amparador.

Carme Riera dispone una concienzuda técnica narrativa al servicio de una historia compleja. La ameniza incorporando una auténtica novela criminal y policial. Y una polifonía de voces y testimonios la reconstruyen: los de la soprano, su familia, la secretaria y la propia Riera, que tiene un destacado papel. Por medio de este despliegue formal, la angustiosa carga metafísica de la novela no resulta pesada ni mortecina porque, paradojas de la literatura, se presenta en un relato vivaz y ameno.

(Santos Sanz Villanueva)


Hace cuarenta años se publicaba «La ternura del dragón» (1984), la primera novela de Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960). Con ella se le incluía en ese impreciso cajón de sastre que fue la denominada Nueva Narrativa Española, junto a Julio Llamazares, Alejandro Gándara, Javier García Sánchez y Adelaida García Morales, entre otros escritores. Durante estas décadas ha desarrollado una sólida trayectoria narrativa, adscrita a un realismo crítico teñido de arraigada sensibilidad y lúcida sencillez.

Con un claro tono de balance vital y literario publica ahora «Ropa de casa», autobiográfica novela de evocaciones familiares, crónica del aprendizaje de escritor, meditación sobre el poder de la escritura, y panorama de modas, eventos, incidencias y personajes vividos desde el tardofranquismo y la Transición hasta nuestros días. Se abre el volumen rememorando el entorno familiar con padre militar muerto prematuramente, madre de mantenida viudez, sensible y emprendedora, y ancestros de entregada militancia carlista, sin faltar el bullicioso ambiente hogareño; y años escolares en colegio religioso, en que convivían autoritarios métodos educativos con un renovador sistema de mayor liberalidad. Se evidencia así que en la España de los sesenta y setenta del pasado siglo se hermanaban un ayer anticuado y caduco con un esperanzado futuro modernizador: «Vivíamos en un mundo viejo: los carros tirados por mulas, las cajas de arenques puestas al sol, las oscuras carbonerías, los repartidores de hielo, que, cubiertos con una gruesa capa de arpillera, parecían sayones. Vivíamos en un mundo viejo, pero el futuro estaba a la vuelta de la esquina».

Algunos objetos funcionan como desencadenante del recuerdo, como la desaparecida pistola del padre, o el reloj de bolsillo heredado del mismísimo pretendiente Carlos VII; un recurso este que incide, dentro del marco realista, en un acertado simbolismo narrativo. Entre la ternura y el lirismo, sin morbosidad y con desparpajo, se detallan las vicisitudes de la recordada adolescencia, como cuando el autor vio por primera vez una mujer desnuda en una de aquellas revistas del «destape». Destaca su juvenil admiración hacia el surrealismo, teniendo a Buñuel como referencia; ya universitario, un día lo vería pasar por la calle, envejecido aunque con impetuoso andar; no se decidió a abordarlo, pero esa imagen le acompañará para siempre: «Fui incapaz de decirle nada. Me limité a detenerme y a verle pasar. Cuando al cabo de unos instantes lo perdí de vista entre la gente, fui consciente de que el recuerdo de ese encuentro breve y fortuito me duraría toda la vida».

Deja constancia también de su inconmovible deseo de convertirse en escritor, detallando una formación lectora compaginada con la anhelada cercanía a sus autores preferidos. Por circunstancias de veraneo coincidirá con Carlos Barral en su retiro de Calafell, y se cuenta alguna jugosa anécdota, como cuando el joven aspirante a novelista espiaba la improvisada tertulia en una terraza de bar, formada por Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay y el mismo Barral; esperando oír sesudas disquisiciones intelectuales, cuál no sería su sorpresa al comprobar que estaban debatiendo sobre lo lejos que podían orinar diversos mamíferos; inmejorable ejemplo de desmitificación admirativa.

Risas y lágrimas

Martínez de Pisón es un maestro en el difícil género del retrato moral. Lo vuelve a demostrar, por ejemplo, al abordar la personalidad de Javier Marías, a quien presenta como de innegable excelencia literaria, cierto engreimiento intelectual y distante cordialidad. Es esta la crónica de una amistad enfriada; Marías pleiteaba con una editorial en la que nuestro autor publicaba habitualmente, siendo esto para él un motivo de seria contrariedad. Muy emotiva resulta la evocación de Javier Tomeo, de desenfadada bonhomía e inacabable originalidad personal. Y especialmente conmovedor resulta el recuerdo de Félix Romeo, perfilando su irrenunciable unión entre vida y literatura: «Félix, como todos los grandes novelistas, sabía que las buenas novelas están hechas de los mismos materiales de los que está hecha la vida, y en las suyas, como en la vida, hay lágrimas pero también risa, y dolor pero también alegría...». Todo esto aplicable al mismo Martínez de Pisón.

Buena parte del libro se centra en el proceso de formación del escritor, a partir del recorrido vital que transcurre por el Logroño de su infancia, la Zaragoza de la juventud y la Barcelona de la madurez literaria: «Empieza uno tratando de averiguar el escritor que quiere ser y acaba descubriendo el escritor que puede ser». Descubrirá, a través de la trilogía de «La guerra carlista» de Valle-Inclán, el poder de la escritura, capaz de recrear realidades de extraordinaria dimensión estética: «Como en una revelación, se me hizo evidente que los escritores, seleccionando unas palabras y no otras, combinándolas de una forma y no de otra, podían generar belleza a la manera de lo que hacían los pintores, los escultores o los músicos». Pero son acaso las páginas dedicadas a la memoria familiar las que conforman los más valioso de esta obra; las palabras finales de la misma están dedicadas a aquellas familiares sombras del pasado, presentes en la conciencia del narrador: «Mantengo los ojos cerrados y los veo mezclarse unos con otros, agruparse a la buena de Dios, conversar con desparpajo, saludarse los que no se conocen como si se conocieran. Son como los actores que, al término de la función, salen al escenario a agradecer los aplausos. Los veo volverse hacia mí. Los veo sonreír. Los veo hacer una pequeña reverencia. Gracias».

Con inmejorable pulso narrativo, torrencial amenidad, extrema ternura, evocadora sensibilidad, y clara conciencia estética, este singular libro constituye la apasionante historia de un escritor, la crónica de una realizada vocación, el relato de un triunfante combate con las palabras. Entre lo emotivo, lo anecdótico, lo recordado y lo conceptual, todo un festín de vida y literatura.

Jesús Ferrer Solá



 Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) es uno de los autores más reconocidos de nuestro país y también uno de los más prolíficos. Ha publicado libros de poesía (con Acaso una Verdad consiguió el Premio Nacional de la Crítica 1993); ensayos de diferentes temáticas como Las armas y las letras (1994), Madrid(2020) o Un poco de compañía (2019) –en la serie “Baroja y yo”–; los –hasta ahora– veinticuatro volúmenes de esa magna obra que es el Salón de pasos perdidos, elogiada por lectores y crítica; así como narraciones memorables, entre ellas Los amigos del crimen perfecto (2003) –Premio Nadal de ese año–, Al morir don Quijote (2004)–Premio José Manuel Lara– o Ayer no más (2012), por citar solo algunas. En Me piden que regrese, la novela que acaba de publicar, incorpora algunos de sus ingredientes fetiche: Madrid, lo barojiano (en fondo y forma), las referencias literarias, la ironía y un buen sentido del humor que es marca de la casa.

Corre el año 1945 y los servicios secretos norteamericanos solicitan a Benjamín Smith que regrese a Madrid para realizar una misión vinculada con un dirigente del régimen franquista. Cuando llega a la capital, Smith se encuentra con una ciudad que lo deslumbra. Anclada en lo más duro de la Posguerra Civil y viviendo los últimos coletazos de la Segunda Guerra Mundial, en ese “rompeolas de todas las Españas” (Antonio Machado dixit) el estadounidense disfrutará de una urbe en continuo movimiento, ruidosa y habitada por individuos dispares, que la convierten en un personaje más de la trama. Por allí pululan los vencedores y los vencidos, los pobres de solemnidad y los muy ricos, los trabajadores y los aristócratas, los que viven del estraperlo y los que se alojan en el Palace o alternan en Pasapoga... Todos conforman el gran torbellino del mundo y algunos coincidirán en la Dirección General de Seguridad –con sede en la Puerta del Sol–, un lugar regentado por policías tan torpes como pundonorosos que en ocasiones trabajan para poderes ocultos emanados de los servicios diplomáticos.

Trapiello ha escrito una novela excelentemente documentada sobre Madrid y sobre la realidad social de los años cuarenta en nuestro país, con detalles concretos que ilustran el día a día de diferentes individuos y sus formas de vida. Dominan las escenas costumbristas de los bajos fondos de la villa –muy barojianas– que dialogan con las que se desarrollan en grandes salones aristocráticos o en fincas extremeñas frecuentadas por el Generalísimo. Los mismos nombres de los personajes lo atestiguan y frente a los Chito, Remi, Fito, Güito o Tina, el narrador también incluye los Marichu, Sol, Milou o Lisbeth. La obra, que por momentos se asemeja a una comedia de enredo, a menudo adopta la forma de una parodia. Así sucede, por ejemplo, en los pasajes de la detención de Cortés-Smith o durante los interrogatorios en los calabozos y, sobre todo, en la larga secuencia de la montería (muy divertida, como otros muchos episodios de la novela), en la que se ridiculiza a las altas clases sociales, a la policía y al mismísimo dictador, un hombre de pies pequeños, voz atiplada y esquivo en el trato social. A ello se añade una historia romántica que sosiega la trama y la endulza, diversas aventuras que la activan y la aceleran, y un personaje principal (Cortés-Smith) que el escritor identifica de forma consciente con el prototipo de hombre de acción de don Pío.Y ahí reside otra (una más) de las virtudes de Me piden que regrese: en su filiación con la obra barojiana, su juego final y su consecuente homenaje al autor de La busca. ASCENSIÓN RIVAS

 


Detrás del cielo', de Manuel Rivas: testimonio brutal de lo peor de nuestro tiempo

 

La nueva novela del más reciente Premio Nacional de las Letras sigue a un grupo de cazadores que persiguen abatir a un legendario jabalí asesino.

 

Encabeza Manuel Rivas (A Coruña, 1957) Detrás del cielo con una cita de Paco Ignacio Taibo II. Sostiene en ella el veterano activista y escritor hispanomexicano que una novela negra "empieza contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad". La afirmación, bastante trivial por otra parte, ilumina el sentido de la nueva obra del autor gallego, recientemente galardonado con el Premio Nacional de las Letras, quien dispone una trama criminal y delincuencial como sostén de un bronco retablo colectivo.

El argumento arranca con la batida de un grupo amistoso de seis cazadores que persiguen abatir a "El Solitario", un legendario jabalí asesino. Esa situación inicial se ramifica en diversas peripecias que muestran desavenencias entre los presuntos amigos y su implicación en graves tropelías y actos delictivos. Para contar tales sucesos, Rivas tiene el acierto de ponerlos en la boca de un personaje muy peculiar y atractivo, un tanto misterioso, Dombo, el más joven de la cuadrilla.

Su observación de los hechos funciona como si se tratase de un investigador que esparce conjeturas. Su actitud entre cómplice y hostil proporciona al relato un alto grado de veracidad. Su desconcierto moral es espejo donde se refleja el alma podrida de sus camaradas. En fin, su sensibilidad ante la naturaleza –paisaje y animales– añade un plus poemático y emocional a pasajes por momentos bestiales. 

Dombo aporta, además, la seducción de un relato tradicional, una cervantina mesa de trucos y cuentos orales. La oralidad y la condición imaginaria del lugar de los hechos, Tras do Ceo, de donde sale el alusivo título del libro, sugiere una atractiva intemporalidad de la historia. Pero poco a poco el argumento se asienta en una contundente actualidad. Ello ocurre, sobre todo, por medio de referencias al presente: las menciones del reciente confinamiento y la presencia reiterada del "Chisme", el teléfono móvil.

Un rosario de crudas noticias va encadenando una amplia nómina de hechos tremendos perpetrados por los cazadores cuyo conjunto da lugar a un implacable testimonio de lo peor de nuestro tiempo. Los cazadores cargan en su mochila toda clase de atropellos: violencia asesina, secuestro, explotación, tráfico prostibulario, abuso sangrante de la mujer, machismo, trama mafiosa, degradación de la naturaleza, especulación inmobiliaria… Algunas notas realzan la realidad degradada: el infernal burdel se llama El Edén; un oficial de notaría es un craso manipulador; un personaje trabaja como figurante en recreaciones históricas…

'Detrás del cielo' es una de las mejores novelas de Rivas. La autonomía de la historia evita su afición al sermón

La extensa nómina de malas conductas determina el flanco más débil de la novela, la insuficiente caracterización psicológica de los personajes, más modelo de actitudes que individuos plenos. Ello no impide, sin embargo, un reflejo colectivo demoledor, subrayado por escenas de agobiante brutalidad.

Así levanta Manuel Rivas un gran fresco crítico. Pero mundo tan negro no incurre en el simple testimonio maniqueo. Abundantes ramalazos de humor, ironías y ocurrencias que trufan la crónica evitan una oscura historia de naturalismo tremendista. Y en medio de tanta podredumbre moral, una niña, llamada no por azar Abril, encarna alguna esperanza en el futuro y en nuestra especie.

Detrás del cielo es una de las mejores novelas de Rivas. La autonomía de la historia evita su afición al sermón y a la moralina propagandista sin que ello mengüe la fuerza del alegato social.(Santos Sanz Villanueva)

 


Conmueve esta ópera prima de Paula Ducay (Santiago de Compostela, 1996) por serena y profunda; porque atañe a lo humano y es generalizable; porque se detiene en lo que normalmente pasa inadvertido y porque le da un giro a la narrativa actual, a veces demasiado ensimismada, o pretenciosa, o fatigosa.

De la autora se conocen pocos datos. Es graduada en Filosofía, editora y traductora, y colabora en medios de comunicación dentro de un entorno cultural. Además, codirige el pódcast Punzadas Sonoras en el que se mezcla la filosofía y la literatura.

La ternura es una pequeña (o grande, según se mire) joya en este mundo turbulento, indiferente y despegado. Cuenta una historia mínima que se ramifica y que, paralelamente, desarrolla raíces que colonizan el subsuelo, transformándose ante los ojos del lector y convirtiéndose, como dice el poeta Luis García Montero, “en materia de asombro”.

Naima y Marco son compañeros de trabajo. Hablan, se conocen y han conseguido tejer una relación que trasciende lo meramente profesional. En sus conversaciones, se han dado cuenta de que se entienden y de que pueden fiarse uno del otro, a pesar de que ella es más joven. A veces, como sabemos, es más fácil hablarle a un extraño de las cosas que ocupan nuestra alma y nuestro corazón, y ellos han tenido la suerte de encontrarse. Durante las vacaciones, Marco invita a Naima a pasar unos días en la casa familiar, en Italia. Allí convivirán con Elisa, la mujer de Marco; Martina, su hija de pocos años; Clemen, la vieja criada, y Lía y Aldo, los padres de Elisa. Cuenta una historia mínima que se ramifica y que, paralelamente, desarrolla raíces que colonizan el subsuelo. La novela se desarrolla en un tiempo –el verano– y un lugar –una casa en el campo, cerca del río y próxima al pueblo– idílicos que propician los encuentros y los diálogos entre los personajes; también los silencios que la maestría de Ducay convierte en un elemento primordial de la trama. Su sensibilidad y su capacidad de observación escrutan con detalle las entrevistas, los acercamientos, las miradas, la expresión de los rostros…, en definitiva, todo lo que normalmente no notamos o todo lo que de forma habitual no retenemos porque la vida corre veloz y nos obliga a pasar página. En esos silencios y en esos gestos bucea la escritora para construir una historia abiselada, indirecta y graduada, con una sutileza que trasciende y obliga a pararse y a leer despacio. Acostumbrados a las pinceladas gruesas y a la grandilocuencia, es una actitud que se agradece. Esos días en Italia serán reveladores para todos. Naima siente la punzada leve de los celos –hacia Elisa y la pequeña Martina, sobre todo–, aunque entiende la situación. Pero también notará la empatía y el afecto de la esposa, capaz de captar una realidad que no puede expresarse con palabras y de aceptar con generosidad lo que se desprende de la naturaleza humana. Incluso se verá obligada a rescatar antiguos sentimientos y a preguntarse sobre su actitud recelosa y contraria al compromiso. Y lo mismo les pasará a los demás protagonistas que, ante la presencia insólita de Naima, verán alterada su relación con el entorno. Paula Ducay ha escrito un libro delicado y preciso (hasta donde es posible la exactitud) sobre los sentimientos y las relaciones entre las personas, una historia íntima en la que se pone el foco sobre lo que no nos decimos mientras hablamos, sobre lo que esconden nuestras palabras y nuestros ademanes. Lo hace rescatando afectos indecibles, algunos porque son inconfesables y otros porque el lenguaje es incapaz de expresarlos. La obra, hermosa y sosegada, es también una meditación sobre las historias que dejamos ir, y refleja nuestra necesidad de dar y recibir ternura. (Ascensión Rivas)



La trayectoria literaria de Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) se ha mantenido de forma sostenida desde que debutara, a mediados de los años 90, con dos obras rotundas y decisivas: Coños (1995), un texto asombroso que muestra una forma de divinización del cuerpo de las mujeres; y El silencio del patinador (1995), una colección de relatos –ampliada en 2010–, igualmente sorprendente, en la que hay lugar para personajes en distintas circunstancias vitales y ambientales, con representación del mundo de la escritura y de la vida decadente, dos motivos frecuentes en su producción.

Dejando a un lado los contenidos, lo verdaderamente portentoso de estas primeras publicaciones es el uso del lenguaje que en ellas se exhibe. Prada escribe como muy pocos, con un estilo personal, complejísimo y muy culto, en la línea de las mejores plumas barrocas, que lleva a algunos a considerarlo un aventajado dentro de su generación.

Con posterioridad, el autor certificó su valía con novelas como Las máscaras del héroe (1996) –de la de la que, en cierto modo, es deudora Mil ojos esconde la noche–, en la que ofrece un panorama revelador de la bohemia literaria española durante las tres primeras décadas del siglo XX. A ella le siguieron La tempestad (1997), La vida invisible (2003) o El séptimo velo (2007), por citar solo algunos títulos; y más próximas en el tiempo, Mirlo blanco, cisne negro (2016) o Lucía en la noche (2019).

En 2022 publicó su aplaudida biografía de Ana María Martínez Sagi –El derecho a soñar–, personaje por el que el creador siente un particular afecto como demuestra en esta novela. Finalmente, en 2023 vio la luz Raros como yo, su obra más reciente hasta la edición de Mil ojos esconde la noche, que contiene un conjunto de retratos de escritores olvidados y/o malditos.

En su haber también hay que tener en cuenta su presencia asidua en el periodismo literario, sus incursiones ensayísticas como conocedor del mundo cinematográfico y sus reflexiones de carácter político que, sumadas a las obras ficcionales, conforman una producción voluminosa, a pesar de la relativa juventud del escritor.

Mil ojos esconde la noche, que tiene como subtítulo La ciudad sin luz, es la primera entrega de un proyecto monumental (solo este volumen tiene 796 páginas) que culminará próximamente con Cárcel de tinieblas. A la espera del segundo tomo, que promete revelar su desenlace, el primero centra su contenido en la situación de un numeroso grupo de artistas, escritores y periodistas españoles exiliados en la capital de Francia desde nuestra Guerra Civil. La acción tiene lugar entre 1940 y 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, con un París tomado por los alemanes.

El "Prólogo" ficcional con el que se inicia la narración contiene la carta que el agregado policial de la Embajada de España en la Ciudad de la Luz –Pedro Urraca– le envía al Director General de Seguridad –José Finat– en junio del 40. En ella, Urraca le revela los movimientos y ocupaciones de un nutrido grupo de "rojillos" con la intención de desactivarlos. La idea es reconducir a tantos compatriotas que malviven en un París cada día más desabastecido y atraerlos a la causa fascista, aglutinada en la asociación política que fundó José Antonio Primo de Rivera.

Para ello, no se pretende combatirlos con la violencia, sino utilizar un laissez fairelaissez passer que los conduzca hacia los intereses del partido. Fernando Navales, un reconocido colaborador de Arriba, es el elegido para llevar a cabo la misión por su "espíritu a la vez cínico y tesonero, zalamero e intrigante" y porque sabe "rondar y cortejar a la presa y llevarla hasta nuestro redil, fingiendo complicidad con ella mientras se relame con su claudicación". En definitiva, porque es un hombre sin escrúpulos.

Navales es uno de los logros de la novela. Recuperado de Las máscaras del héroe, actúa a un tiempo como narrador y como protagonista. Es un testigo privilegiado de una circunstancia histórica irrepetible y el lector conoce los hechos por medio de su crónica en primera persona. A pesar de su desfachatez y de una falta de rectitud ética que le lleva a manipular a cuantos se cruzan en su camino, en ocasiones Prada consigue rescatar su fondo benigno y compasivo para transformarlo en un personaje más complejo de lo que a primera vista podría parecer.

Por las páginas de esta novela, profusamente documentada –otro de sus logros–, desfilan Louis-Ferdinand Céline, el escultor Mateo Hernández, el corresponsal de ABC en París Mariano Daranas –‘Daranitas’–, el periodista y crítico de arte Sebastián Gasch, el también periodista y escritor César González Ruano –‘Ruanito’–, Serrano Suñer –‘el cuñadísimo’– o Kiki de Montparnasse, la modelo de algunas célebres fotografías de Man Ray, entre otros.

También aparecen artistas e intelectuales sobradamente conocidos como Pablo Picasso, del que Navales censura su crueldad con las mujeres; Luis Buñuel, igualmente criticado por su violencia contra los homosexuales; o Gregorio Marañón, figura controvertida políticamente y autor de Tiberio, una obra sobre el resentimiento –clave en el comportamiento de los protagonistas y en el devenir de la trama– que le sirve a Prada para elaborar jugosas reflexiones sobre esa forma enquistada de dolor moral.

Pero por encima de todos ellos destacan dos mujeres a las que el autor observa con aprecio e incluso con ternura: Ana de Pombo, la escritora y bailarina que arrastraba la pena de haber enterrado a un hijo falangista, fusilado en un barco convertido en checa –un personaje que finalmente se redime–; y, de forma particular, Ana María Martínez Sagi, a quien el narrador (y detrás de él, el creador) mira con dulzura y con infinita piedad.

Todos los personajes, incluidos los que son meras siluetas, están perfectamente descritos, con expresiones precisas y muy visuales. También aquí, Prada privilegia el uso del lenguaje, faceta en la que se revela como un maestro en la línea de Cervantes, Quevedo o Valle-Inclán. De ellos toma también el humor –en ocasiones escatológico– y el esperpento, ámbito en el que se desarrollan no pocos pasajes de esta espléndida obra. ASCENSIÓN RIVAS



Cuentan que Marina Tsvietáieva se colgó con la misma cuerda con la que su amigo Pasternak había sujetado sus maletas en el que sería su último viaje. Pero en realidad la poeta hacía mucho tiempo que llevaba una soga alrededor del cuello. Era la soga sutil pero mortífera con la que Stalin rodeaba las gargantas de los más grandes creadores: Babel, Mandelstam, Gumiliov, Bulgákov, el mismo Pasternak, etc.

En esta novela, premio Café Gijón 2023, Ana Rodríguez Fischer imagina una larga misiva escrita por la otra gran poeta rusa, Anna Ajmátova, a su buena amiga Marina veinte años después de su deceso. En ella da cuenta de su fraternal amistad (aunque solo se vieron en persona una vez), al tiempo que desgrana su propia vida y las vicisitudes que también hubo de sufrir. La carta no solo es un relato autobiográfico, sino un pedazo de la historia de Rusia y de Europa. En ella, Anna reafirma su condición femenina y su vocación literaria.

Con una prosa armoniosa, de una rara sutileza, Rodríguez Fischer logra empastar de un modo brillante los hechos verídicos con la ficción, utilizando para ello personajes y acontecimientos reales que nos ofrecen un fresco vivísimo de la Europa de entreguerras y de la barbarie estalinista. La novela supone también un intento íntimo de redimir a Tsvetáieva por parte de Ajmátova, así como de cerrar un diálogo amistoso-amoroso que quedó interrumpido por la muerte. Lúcida y llena de referencias poéticas y ulturales, Antes de que llegue el olvido podría servir perfectamente de antítesis a tanta novela banal y mal escrita que, desgraciadamente, acapara hoy los principales premios mediáticos de nuestro país. Diego Prado.



A estas alturas resulta ocioso presentar Lorenzo Silva (Madrid, 1966), un escritor de trayectoria elocuente que se inició hace ya treinta años. Lo corroboran títulos de sobra conocidos como La flaqueza del bolchevique (1997), El nombre de los nuestros (2001), Recordarán tu nombre (2017) y más recientemente Púa (2023).

Silva, además, es coautor, junto con Noemí Trujillo, de la colección sobre Manuela Mauri (el último libro, La innombrable, se publicó en 2024); autor de narraciones infanto-juveniles y de textos no ficcionales (en relación con la obra que nos ocupa se hace inexcusable citar Diario de alarma de 2020). Pero, sobre todo, se le conoce por haber creado una longeva y exitosa serie de novelas policiacas protagonizadas por dos guardias civiles –el subteniente Bevilacqua y la brigada Chamorro– que siguen cautivando a numerosos aficionados al género negro en nuestro país.

Las fuerzas contrarias es la última entrega de esta pareja que actúa con inteligencia, sentido común, empatía hacia víctimas y verdugos, y que, además, muestra una forma ética de estar en el mundo. La historia se desarrolla durante la pandemia, cuando la población estaba confinada por orden gubernamental y la mayoría apenas abandonaba su residencia para ir al supermercado o a la farmacia, cumpliendo estrictas medidas de seguridad.

En esta circunstancia, Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro se enfrentan a dos casos que, para mayor complejidad, suceden simultáneamente: la desaparición de una mujer –que se sabe fallecida– en un pueblo de Badajoz, y la muerte de una anciana en una población de Toledo.

La historia está narrada en primera persona por Bevilacqua y se inicia con un tono melancólico que denota el inexorable paso de los días sobre él: "Al cabo de los años, cuando el vendaval del tiempo se ha llevado la hojarasca, lo que queda en el recuerdo es sólo lo que nos mordió el corazón". Los lectores conocen al subteniente y a su compañera, los han visto evolucionar y han sido testigos de mudanzas personales que, en buena medida, han experimentado a la par.

A Rubén Bevilacqua, por ejemplo, le cuesta aceptar algunos cambios actuales como el femenino de juez, aunque aprende con la jueza Sánchez-Soria que hay profesionales de la judicatura que prefieren recibir ese tratamiento. En esta entrega comprendemos que el guardia civil es consciente de que su tiempo pasó; también de que, aunque se esfuerza para comprenderlo y para seguir adelante, en su registro interior queda un poso inevitable de nostalgia por lo que no volverá.

La novela está narrada con la agilidad a la que el autor nos tiene acostumbrados, con diferentes argumentos interconectados que ponen a prueba su pericia para conseguir que todo encaje. Si bien la trama de Illescas es la que aparece en primer plano y se convierte en dominante, de fondo queda la que protagoniza el cabo Arnau –un poco más desdibujada, aunque también viva– y todas las intrigas de los diferentes miembros del equipo de investigación –con especial énfasis en Vila y Virgi–, así como el complejo entramado que propicia la pandemia. 

Con la distancia que aportan los cinco años transcurridos, resulta impactante, además de doloroso, rememorar lo que sucedió aquella primavera de 2020: los dos meses de aislamiento, el miedo a un mal desconocido, los ingresos hospitalarios, el ingente número de muertos, la imposibilidad de acompañar a los difuntos y a sus familiares… Y evocar cómo la enfermedad se ensañaba de forma especialmente cruel con la generación de la posguerra, a la que Silva homenajea en el texto.

Las fuerzas contrarias incluye críticas contra nuestra sociedad desnortada y un ethos moral que funciona como lenitivo. Pero lo mejor, con todo, es que se lee con inusitada avidez. (Ascensión Rivas)




 

 
 
 

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